sábado, 5 de abril de 2008

ESTRÉS EN FAMILIA


Este texto de Carlos Fresneda, que he encontrado por casualidad en el grupo Néixer i Créixer, es largo, casi caigo en la tentación de poner sólo las recomendaciones para ayudar a reducir el estrés en los niños, pero es que me ha parecido muy interesante y creo que merece una lectura atenta (que yo aún no le he dado).

Cerca de mi entorno hay una niña con tres años y medio que sale de casa a las 8 de la mañana y vuelve cerca de las siete. Once horas de actividades a ritmo frenético, sin siesta, porque no hay tiempo, aprendiendo chino, alemán e inglés, además de todo lo que les suelen enseñar en los colegios de élite (formamos líderes, reza el eslogan del centro). Después, a nadar unos días y otros a danzar. Cuando llega a su casa la espera su abuela. Un par de horas más tarde se acuesta, exhausta. Muchos días no ha visto a sus padres.

Los niños deberían sentir que tienen tiempo para hacer lo que les de la gana: jugar, mirar las musarañas, ver cuentos... pero sobre todo, sentir que sus padres están ahí.
Este texto también me recuerda un libro que estoy leyendo ahora, Einstein nunca memorizó, que me gustaría comentar otro día.

La imagen, cómo no, es de Patricia Metola y aunque se llama La reina de la casa hoy yo veo una niña que se rebela ante la vida que sus padres, por su bien y pensando en su futuro, han escogido para ella.
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ESTRÉS EN FAMILIA

Cuando tenía once años comencé a sufrir unos terribles dolores de cabeza, aún los recuerdo. Mis padres me llevaron de médico en médico, me hicieron todo tipo de pruebas: no encontraron nada. Llegaron a pensar que me quejaba por llamar la atención, cosas de niños, ya se le pasará.

Pero los dolores persistían, especialmente por las noches, mezclados con una especie de angustia vital que entonces me sentía incapaz de explicar y que ahora, con el paso del tiempo, asocio a los primeros problemas en casa y a la presión agobiante del colegio. Mi idea de la familia feliz empezó a derrumbarse, y la escuela dejó ser un sitio divertido para convertirse en una soga diaria. Muchos días me acostaba deseando no volver a abrir los ojos.


Las jaquecas. Las náuseas. La ansiedad. Todo aquello eran síntomas de lo que ahora llamarían estrés infantil. Al niño alegre y vital se le empezaba a caer la casa encima. El mundo le exigía demasiado. Le sobraban obligaciones y le faltaban válvulas de escape.


Y eso que la infancia era entonces un refugio idílico, nada que ver con lo de ahora... Me cuesta creer que haya padres que a los seis meses "estimulen" precozmente a sus hijos con vídeos titulados "Baby Shakespeare" o "Baby Einstein". O que al año y medio les sienten en su regazo a bucear en el Internet y a alucinar con MaMaMedia. O que a los dos años se feliciten por las buenas notas de los mocosos en "prelectura" y en "preescritura".

Esos padres están ahí, todos conocemos alguno, y lo peor es que resulta muy difícil reprocharles. Ellos quieren lo mejor para sus hijos y piensan que cuanto antes aprendan, mejor los resultados.
Luego, a los cinco años, habrá que ir pensado en complementar el horario escolar con inglés, música e informática por las tardes. Y los fines de semana, que no falte el fútbol, la natación, el tenis, las artes marciales o el ballet, por aquello de compensar el esfuerzo mental de lunes a viernes.

Poco importa que el chaval o la chavala se arrastre por los suelos cuando llega el domingo por la tarde, ni que el padre y la madre acaben doblegados en el sofá: esto no hay cuerpo que lo aguante.

Es el ritmo de vida que entre todos nos hemos marcado, y ante eso no hay nada que hacer (nos consolamos). La suerte está echada: o subimos al tren, o corremos el riesgo de que nuestros hijos se queden atrás, algo que nunca seremos capaces de perdonarnos.

Y luego está también la otra cara de la moneda, la que los propios padres tenemos que pagar por aventurarnos en la proeza de la prole. Los agobios económicos. Las incomprensiones en el trabajo. La falta de tiempo, maldito tiempo, para cubrir todos los frentes.

Aterrizamos en casa exhaustos, y sin apenas tiempo para cambiar de "chip" tenemos que acometer la parte más dura de la "doble jornada". Nos flaquean las piernas y las neuronas. Lo único que deseamos es que llegue el momento de meternos en la cama.

Hablo sobre todo por "ellas", sufridas madres trabajadoras. La psicóloga Georgia Witkin habla del "síndrome de estrés femenino", que sería una mezcla del consabido estrés laboral y de la "quemazón" del ama de casa (aislamiento, claustrofobia, baja autoestima). La socióloga Arlie Russell Hochschild ha detectado incluso un curioso fenómeno, mantenido hasta ahora en secreto: miles de mujeres utilizan la oficina como escapatoria y prolongan intencionadamente su jornada laboral por no enfrentarse al infierno que les espera en casa. Trabajo, dulce trabajo.

Los hombres también padecemos ciertas dosis de estrés familiar: nuestra falta de paciencia -y el profundo desconocimiento del "oficio"- nos hace mucho más proclives a reacciones de ira y agresividad que a menudo pagamos con los hijos, programados para ponernos todos los días en situación límite.

Y qué decir de las discusiones por cuenta de las faenas domésticas, de la perpetua crisis en la pareja, de las tensiones que todos los días estallan puntualmente a primera hora de la mañana y a la caída de la tarde, de las 500 horas de sueño que se calcula perdemos los padres novatos durante el primer año de desvelos, que no será el último...

Aquí tenemos pues a "la familia neurótica de nuestros días" (como titulaba ya un libro visionario en los años sesenta), enfrentada a sus propios fantasmas y a los que esperan agazapados detrás de las puertas.

El primero de todos ellos: la soga del tiempo. Según un reciente estudio de la Universidad de Michigan, los niños americanos -marcando la pauta al resto del planeta- han visto disminuir su tiempo libre de un 40% a un 25% en la última década. Por si fuera poco, les están robando ya hasta la media hora de recreo, por aquello de mejorar el rendimiento académico (una tendencia preocupante que ha empezado a tomar cuerpo en los cinco últimos años).

El niño "modelo" de este trepidante principio de siglo se llama Steve Guzmán y se cae de la cama a las seis de la mañana. Desayuna en cinco minutos, se pasa una hora en autobús. De ocho a tres, en el cole. Otra hora en autobús. Deberes. Más deberes, que pronto habrá que hacerlos por ordenador y enviarlos sin falta por e-mail esa misma noche. Ya no queda tiempo ni para ver la tele. Clases particulares, también los sábados. Por fin el domingo: un rato libre para quedar con los amigos en el centro comercial. Aunque hay que recoger pronto porque el lunes toca examen. Y así una semana, y otra, y otra.

"Y encima nos quejamos porque les dan la semana blanca de vacaciones y no sabemos qué hacer con ellos", se lamenta el psicólogo Juan J. Miguel Tobal, presidente de la Sociedad Española para el Estudio de la Ansiedad y del Estrés. "Los niños de hoy en día se enfrentan a un problema gravísimo: no tienen tiempo para ser niños. Desde que nacen, les embarcamos en nuestra dinámica de adultos, programamos sus jornadas para adaptarlas a las nuestras, no les dejamos jugar a sus anchas ni curiosear".

Segundo fantasma del estrés infantil: la hipercompetitividad, la obsesión de muchos padres por exigir el máximo rendimiento a sus hijos, sin reparar en los efectos secundarios... "En muchas ocasiones, esa actitud de forzar a los niños a conseguir ciertos logros no contribuye más que a crear personalidades obsesivo-compulsivas", se explica Juan J. Miguel Tobal.

Más estresores: la presión que ejerce a partir de ciertas edades la pandilla de amigos, con sus propios ritos y reglas. O el aislamiento que padece el niño urbano, confinado durante horas entre cuatro paredes, en compañía de la "canguro" o de la niñera electrónica. O el nacimiento de un hermano, que introduce un "nuevo orden familiar". O el divorcio de los padres, y el impacto emocional de la separación...

"Toda ruptura deja unas secuelas importantes", seguimos don Juan J. Miguel Toval. "Aunque te voy a decir una cosa: una convivencia mal llevada, con frecuentes discusiones y agresiones verbales, puede producir más estrés y ocasionar a la larga un trauma mucho mayor que un divorcio".

Con los dos padres o con uno de ellos, en un hogar modélico o en otro decididamente hostil, los niños han de enfrentarse siempre a un cierto grado de estrés, a veces necesario e incluso deseable para subir los escalones que nos va poniendo la vida. El problema está cuando forzamos la máquina, cuando exprimimos a los pequeños y los dejamos sin jugo. El estrés puede convertirse entonces en caldo de cultivo de depresiones, insomnios, jaquecas, fobias, tics, dolores de estómago, trastornos psíquicos y debilitamiento del sistema inmunológico.

De acuerdo con Concepción Iriarte -en su estudio "El estrés: un problema de hoy en el mundo infantil"-, se puede estimar que el 40% de los niños sufre una sobrecarga física y emocional. Las depresiones afectan ya al 8% de la población infantil, y los casos de anorexia y bulimia se manifiestan a edades más y más tempranas.

Los pediatras se ven desbordados: las enfemerdades infecciosas están dejando paso a estas otras "enfermedades de la opulencia", para las que no existen diagnósticos ni curas seguras.

La hiperactividad, el déficit de atención e incluso el "síndrome de fatiga crónica" -el mal de los "yuppies"- se ceban con saña con los más pequeños. Desde los dos años, el estrés puede agravar el asma o las alergias y contribuir a los trastornos intestinales, a las irritaciones en la piel y a las gripes prolongadas.

Un reciente estudio de la Universidad de Kentucky habla incluso del "estrés uterino": el que la madre agobiada transmite al embrión, que puede nacer escaso de peso y con mayor propensión a padecer diabetes y enfermedades del corazón.

"El problema mayor al que nos enfrentamos es no sólo el desconocimiento, sino los errores de apreciación que los adultos hacemos del estrés infantil", sostiene la especialista Georgia Witkin en su último libro:

"Kidstress". La psicóloga ha sometido a un riguroso cuestionario a 800 niños entre nueve y doce años, y luego ha contrastado los resultados con la percepción -casi siempre equivocada- de los padres.

La mayoría de los chavales ha reconocido que la escuela es el factor más estresante en sus vidas: su mayor obsesión son las notas, seguidas de los exámenes, los deberes y la presión para pasar de curso. La familia viene justo después: la salud de los padres es un motivo constante de preocupación en los pequeños; temen quedarse solos y que un día les falte la protección que necesitan.

La presión de los amigos es mucho menor que la que los padres tuvieron en su día; entre otras cosas, porque los niños disponen de mucho menos tiempo para socializar y pasan muchas horas solos. Los medios influyen bastante más de lo que se creía, y no hablamos sólo de la violencia televisada; también de la visión fragmentada del mundo que los niños perciben en las noticias:
guerras, crímenes, desastres naturales, calentamiento global. A partir de los diez años, algunos chavales empiezan a manifestar un preocupante "miedo al futuro" que ninguno de sus padres fue capaz de anticipar.

Otro sorprendente descubrimiento de Georgia Witkin es la falta de diálogo entre padres e hijos: incluso aquellos que presumen de una mayor conexión con los niños son incapaces de interpretar los primeros síntomas de estrés. Los chavales, por lo general, tienen dificultades para verbalizar sus emociones y tienden a retraerse o a expresarse sin palabras (palmas sudorosas, uñas mordidas, boca seca, pérdida de apetito).

"Cada niño habla su propio dialecto del estrés, y los padres han de aprender a descifrarlo", se explica Georgia Witkin. "Todos los niños están dotados para salir de esas situaciones de un modo innato. En el fondo, se trata de conocernos más a nosotros mismos e intentar conocer mejor a nuestros hijos para ayudarles a activar sus propias defensas naturales y a recuperar el equilibrio emocional".

Un sondeo fugaz entre amigos y conocidos que tienen hijos me lleva a dar la razón a la psicóloga americana: lo desconocemos todo -o casi todo- sobre el estrés infantil.

Carmen tiene una hija de nueve años que se estuvo quejando de frecuentes dolores de estómago. De ahí pasó a desvelarse por la noches y a mostrar una creciente desgana. Se refugió en el silencio; tardó varios meses en confesar que la raíz de sus males estaba en el colegio, y sobre todo en un profesor, que más de una vez la ridiculizó por su ignorancia ante sus compañeras. Con el cambio de escuela, la niña ha recobrado el aliento vital y se ha vuelto a asomar al mundo con la alegría de antes. Carmen respira aliviada, aunque no acaba de explicarse cómo tardó tanto tiempo en percatarse del estrés que estuvo a punto de arruinar la salud física y mental de su hija.
Oscar, el hijo de Laura y Antonio, se pasa siete horas diarias en la guardería. Su padre, periodista, apenas le ve durante la semana, y de algún modo se siente en deuda. Por eso decide llevarle a clase de natación los sábados y los domingos. A Oscar, que chapoteaba como un pez, empieza a darle miedo el agua. Los ataques de pánico se reproducen cuando se avecina la hora de la piscina. Antonio se da cuenta y renuncia: bastante tiene el chaval con la "jornada" diaria. A veces nos olvidamos que, también ellos, se merecen descansar los fines de semana.

Pilar sabe que el estrés maternal se contagia, y que sus hijos de seis y tres años empezarán a comportarse mal si la notan nerviosa. "La teoría me la sé; lo difícil es llevarla a la práctica", dice. El estrés que entra en su casa estalla de forma inmediata... y de la misma manera se va: "Aunque se instale durante unos minutos el caos, siempre encontramos un modo de capear el temporal".

A veces, lo que mejor funciona es los momentos críticos es la ruptura: unas carreras por el pasillo, la pausa del baño, un juego predilecto que actúa como resorte en la imaginación del niño. En ocasiones, lo ideal es embarcarnos con él en una suerte de flujo: cantar a dúo una canción, poner a toda la familia a bailar, o convertir en pequeños rituales las faenas domésticas. Conozco un amigo con tres hijos que hace venir a casa a una profesora de yoga dos veces por semana; esos momentos se han convertido para ellos en un rompeolas del que salen tremendamente relajados y fortalecidos.

La intuición -y la experiencia- me dice que la mejor forma de prevenir el estrés de los niños es trabajando primero en nosotros mismos como padres. Si no somos capaces de dejar atrás preocupaciones y agobios, si no podemos aterrizar con ellos en el momento presente, difícilmente captaremos sus señales. No se trata de doblar el espinazo y someterse a la implacable tiranía infantil, sino de ser más receptivo y no acabar atrapados con ellos en el mismo callejón sin salida.
Simplificar nuestros hábitos es también otra manera de protegerse. El "silencio electrónico" debería ser obligatorio en esos hogares con dos o tres televisiones, consola de vídeojuegos, ordenador, estéreo, "walkman", teléfonos, móviles y juguetes que lo llenan todo de ruido. Habría que "blindar" nuestras casas contra el estrés y convetirlas en remansos de paz, frente al ritmo impetuoso de la vida moderna.

Pero tendríamos sobre todo que permitir que los niños sean niños, y no compulsivos aprendices de adultos. Lo expresa mejor nadie David Elkind, autor "The hurried child" ("El niño apresurado"). En su boca ponemos esta última reflexión, sin edades ni fronteras:

"El concepto de infancia está en grave amenaza de extinción en esta sociedad que hemos creado. Los pequeños son las primeras víctimas del estrés: nadie como ellos sufre las consecuencias de los vertigionosos cambios por los que estamos pasando. Y los padres se sienten como en una olla a presión, incapaces de encontrar su sitio en un mundo lleno de exigencias, transiciones e incertidumbres".

Diez sugerencias para prevenir el estrés en los niños

1.- Póngase frecuentemente en el lugar de su hijo. Trate de ver las cosas desde su perspectiva. No le subestime ni considere que es "demasiado pequeño para padecer estrés". El mínimo cambio en su rutina puede crearle tensiones.


2.- Aprenda a interpretar los síntomas de estrés infantil. Una de las primeras señales puede ser el insomnio. Algunos niños los interiorizan en forma de dolores de estómago, migrañas o fatiga. Otros los manifiestan con tics como morderse las uñas o tirarse del pelo, o en forma de rabietas y
ataques de agresividad.


3.- No les programe en exceso, ni les contagie su ritmo acelerado de vida. Evite la sobrecargar de actividades tras la jornada escolar. Déjeles todos los días tiempo libre para jugar, correr al aire libre o no hacer nada en parcticular.


4.- Enséñeles a relajarse. Practique con ellos yoga o compartan todos los días unos minutos de baile o de ejercicio físico. Aproveche momentos como el baño para rebajar la tensión. Aprenda a darles masajes ocasionalemente.


5.- No les reprima por sistema; ayúdeles a expresar su frustración. En situaciones límite, permítales que griten contra una almohada o que corran hasta que se cansen y remita la ansiedad.


6.- Procure no transmitir sus preocupaciones de adulto al niño y mucho menos descargar sobre ellos su propia tensión. Los niños tienen siempre a sus padres como puntos de referencia, y es muy fácil que se contagien del estrés.


7.- Hable con sus hijos. Aproveche el momento de la cena para celebrar un cónclave familiar. Enséñeles a exteriorizar sus sentimientos.


8.- Controle el tiempo que pasan delante de la televisión y de los ordenadores, que pueden provocar lo que se conoce como estrés visual.Estimule la interacción con otros niños.


9.- Vigile la dieta; en especial, la ingestión de azúcar. Nada de comida-basura, ni de bebidas refrescantes (con un alto contenido en cafeína).


10.- Cultive la risa: el humor compartido es a veces la mejor de las terapias para aliviar las tensiones.