Amor incondicional es algo que siempre he sentido por mi hija desde que ví sus ojos en el hospital. Los tenía muy abiertos, muy vivos y al mismo tiempo estaba muy asustada. Fue un flechazo. Y la separación de una hora que vivimos fue como si me clavaran una flecha en el corazón. Me pasé una hora llorando, sin saber qué le pasaba a mi hija (no le pasaba nada, me enteré luego). Cuando la trajeron volví a sentir el subidón de hormonas del amor y no bajé de ese estado de alucine, creo, que hasta que cumplió dos años. Entramos en una etapa de amor, incondicional, más contenido.
Durante este embarazo, he vivido momentos en los que me encontraba mal y veía que no podía atenderla como ella se merecía. Eso, por un lado me generó una sensación de incapacidad, pero a ratos veía que necesitaba más espacio para mí, en otras palabras, a ratos notaba que necesitaba que estuviese con su padre y no asumir durante un tiempo la responsabilidad de cuidar de ella. Me he sentido agotada por su incansable energía y a ratos he necesitado descansar de ella. No ha sido nada traumático, ella asimiló muy bien esos momentos y la verdad es que nos seguíamos llevando muy bien, pero yo notaba por dentro más irritabilidad de la acostumbrada. Eso no menoscaba el amor incondicional, pero sí que sentía una pequeña barrera.
Pero desde hace unos dos días, no sé qué fenómeno estoy viviendo, que tengo otro subidón de endorfinas hacia ella. La tendría entre mis brazos día y noche. Necesito darle besos constantemente, olerla como cuando era un bebé. Los ratos que permanecemos separadas (cuando va al cole) la echo de menos muchísimo. Necesito su presencia. Vamos, que estoy en plena fase de enamoramiento hasta las trancas de mi hija. Suspiro como una colegiala y miro sus fotos cuando no está. Ayer me miraba con los mismos ojos abiertos y vivos de cuando nació (esta vez sin miedo), mientras me acariciaba y me decía cuánto me quiere. Yo me sentía la persona más feliz y afortunada sobre la tierra.