Un texto que llevo Sole a entrecomadres desde JUGAR Y APRENDER, pasatiempos educativos de 0 a 10 años (DOROTHY EINON) . Ultimamente he oido a Laia comentar cosas del estilo de los ejemplos que hay en el texto. Que pena no haberlas apuntado, porque eran de una logica muy particular.
Edito para añadir un ejemplo que ha dicho esta tarde:
- ¿Que cenamos hoy?
- Ensalada de pasta.
- Vale, pero hoy no quiero lechuga.- y tras un breve silencio, con voz emocionada - Siiiiii, si quiero lechuga. Claro, hoy como lechuga porque llevo una camiseta verde.
Ilustracion de misspink a la que he conocido via kireei
El niño de cuatro años tiende a hablar como si creyera que, cuando dos cosas suceden al mismo tiempo, tienen que estar relacionadas. Escucha lo que dice y descubrirás cómo piensa. Un niño de cuatro años dice:
“No puede ser la hora de ir a la cama porque todavía no me he bañado”.
“Me parece que necesito beber porque me duele la rodilla”.
Pero a los ocho años ya no habla de esta suerte. Parte del goce que procuran los niños pequeños consiste en oír su razonamiento infantil. No es que carezcan de lógica ni que su lógica sea fundamentalmente errónea. Si empuja la pelota y ésta se mueve, es lógico concluir que el empujón ha sido la causa del movimiento; pero cuando un niño aplica la misma regla a la relación entre irse a la cama y el baño, lo que falla es su aplicación de la lógica.
Desde el comienzo los niños tienen un esquema mental de las cosas, y a ese esquema adaptan la información que reúnen. Sus esquemas son maneras simples -se las podían llamar primitivas- de dar sentido al mundo. Pero los niños no son estáticos; sus conocimientos y sus habilidades crecen día a día y, naturalmente, comienzan a advertir las limitaciones de su manera de pensar. A medida que crecen y se desarrollan, cambian y reestructuran su visión del mundo. Tales cambios son siempre graduales y tienen lugar más de una vez a lo largo de la infancia.
Uno de esos cambios se produce ya a los nueve meses, cuando la memoria en desarrollo le hace posible comprender que las cosas existen aun cuando él no las vea. Otro tiene lugar alrededor de los catorce meses, cuando comienza a usar palabras y gestos para representar los objetos. Alrededor de los seis o siete años, y quizás antes, el cambio fundamental es que comienza a establecer principios generales a partir de sus experiencias individuales; lo advertirás ahora que el niño dispone de lenguaje para expresar sus descubrimientos.
El primer tipo de razonamiento “infantil” -según el cual, si dos cosas suceden al mismo tiempo, una es causa de la otra- podría denominarse intuitivo. A los seis o siete años este razonamiento se convierte gradualmente en razonamiento deductivo.
Veamos un ejemplo. Tu hijo de cuatro años acaba de volver de la guardería y te cuenta lo que le ha sucedido por la mañana. Empieza por preguntarte “¿Has visto los zapatos nuevos de Menchu?”. No ha olvidado que es su abuela y no tú quien lo recoge casi siempre en la guardería, pero da por supuesto que tú compartes su experiencia. Cuando le explicas que no estás segura de quién es Menchu, responde: “La niña con la que estuve jugando en el bote”.
Por el contrario, el pensamiento de un niño de ocho años ha progresado a tal punto que puede ponerse en tu lugar y darse cuenta de que, puesto que no has estado en la escuela, necesitas más información para entender lo que él dice. Es probable que comience con las palabras “¿Te acuerdas de la niña de la mamá que tiene un coche deportivo verde…?”. Hay niños de cinco años que comenzarán una anécdota con “Tú me conoces, pues…”.
Piaget -cuyas teorías de psicología evolutiva han ejercido tanta influencia sobre el modo en que concebimos el pensamiento infantil- llamó “egocentrismo” a la incapacidad infantil para ponerse en el lugar del otro. El niño ve las cosas desde su propia perspectiva y no siempre tiene en cuenta otras opiniones. Pero está claro que, así definido, el egocentrismo no es exclusivo de los niños pequeños. ¿Cuántas veces no has hablado demasiado de prisa para que pudiera entenderte un extranjero con escaso dominio de tu lengua? Por otro lado, ¿qué decir de los niños de cuatro años que simplifican su lenguaje y elevan el registro de la voz cuando se dirigen a un niño más pequeño o a una muñeca que hace las veces de bebé?
Es claro que el egocentrismo es una cuestión de grados. Todos somos egocéntricos en ocasiones, pero en el niño en edad preescolar, es más probable que esto sea la regla y no la excepción. Puede que ni siquiera se dé cuenta de que cuando os sentáis en lados opuestos de la mesa de la cocina, él puede mirar por la ventana y tú no.
Quizá parezca que a los cinco años ya es tarde para aprender que la gente no tiene ojos en la nuca; pero aprender que el punto de vista propio es diferente del tuyo es más complejo de lo que puedes imaginarte. En primer lugar, el niño tiene que aprender las propiedades de los objetos: por ejemplo, que tienen base y parte superior, anverso y reverso. En segundo lugar debe aprender que las otras personas tienen diferentes perspectivas: que miran las cosas desde distintos ángulos que él. Y en tercer lugar tiene que descubrir qué es la perspectiva. Aprender a tener en cuenta la perspectiva de los demás no se aplica únicamente a lo que se ve sino también a lo que se siente y se piensa; la habilidad para tener en cuenta la perspectiva ajena en todos sus aspectos puede verse malograda por vías similares. El paso crucial de irse apartando del egocentrismo es una simple cuestión de ponerse a sí mismo en tu posición; en otras palabras, de asumir tu papel. Por eso la dramatización y la simulación tienen todavía enorme importancia en el desarrollo de tu hijo.
La capacidad de darse cuenta de que otras personas tienen otras opiniones y de que esas opiniones pueden no coincidir con la del propio niño es, probablemente, una labor no sólo ardua sino también esencial: incluso hay pruebas de que este desarrollo se corresponde con la capacidad de lectura: el niño que aprende pronto a tener en cuenta el punto de vista ajeno, es probable que lea pronto; el que lo aprende más tarde, leerá también más tarde.
Naturalmente el dominio del punto de vista ajeno lo aprenderá en parte de ti. Si le permites que tenga opiniones y puntos de vista diferentes de los tuyos, es más probable que el niño comprenda que también los de los otros hay que tenerlos en cuenta. Supón que está ocupado pintando, pero hay dejado todos sus bloques desparramados por el suelo. Puedes insistir en que abandone la pintura y rocoja los bloques inmediatamente. O puedes pedirle que lo haga tan pronto como termine. En el primer caso, no respetas su punto de vista; en el segundo, sí. Si agregas que la próxima vez tendrá que recoger los bloques antes de empezar a pintar porque podrías caerte, también le haces comprender que debe respetar tu opinión. Si prestas atención a su opinión, él aprenderá a prestar atención a la tuya. Si lo ves conmoverse cuando le lees un cuento triste o si viene a abrazarte cuando te ve abatida, tendrás una prueba de que está aprendiendo.
El tercer rasgo esencial del pensamiento de la edad preescolar también se relaciona con su egocentrismo y, probablemente, en parte lo explique; se trata de la dificultad para tener simultáneamente en cuenta más de un concepto relativamente sencillo.
Dale dos bolas de masa idénticas y te dirá que son iguales. Estira una, y no advertirá que siguen conteniendo la misma cantidad de masa. El cambio de forma acapara su atención y no puede retener cómo era anteriormente. Esta incapacidad para retroceder un paso tiene una consecuencia evidente: si no puede advertir que la masa estirada fue esférica, no podrá percatarse de que puede volver a adoptar esta forma, esto es, que la operación puede invertirse. En realidad, no piensa en absoluto en términos de operar sobre las sustancias -en las modificaciones que pueden sufrir-, ni en las operaciones en general. Piensa en términos de aquí y ahora, de causas inmediatas y efectos inmediatos.
El paso de lo inmediato a lo operacional será tan gradual que te resultará difícil detectarlo. No obstante, puedes advertir el progreso con este sencillo experimento: forma dos líneas exactas de cinco botones; verá que son iguales. Luego separa los botones de una de ellas, de modo que resulte más larga. Algunos niños de cinco años (y la mayoría de los de cuatro) te dirán que en la línea más larga hay más botones. Pero la mayor parte de los de siete te dirán que ambas líneas tienen la misma cantidad de botones. Si se equivoca, prueba de nuevo, pero esta vez añade una “traviesa incursión” del osito y altera accidentalmente una línea, de modo que quede más larga que la otra. El niño no tendrá dificultad para advertir que ambas líneas contienen la misma cantidad de botones, pues su comprensión depende de la manera en que experimenta la causa del cambio. El osito las ha desordenado; tú las has cambiado intencionalmente, y eso ha impedido al niño advertir que la cantidad de botones seguía siendo la misma.
Prácticamente todo aquel que ha trabajado con niños pequeños está de acuerdo en que hay una gran diferencia entre el pensamiento de un niño de cinco años y el de uno de siete. Lo mismo que el paso del bebé al infante, el proceso es gradual; pero, al mismo tiempo, es repentino y completo. Un bien día te das cuenta de que parte de aquella inocencia y capacidad de asombro se ha disipado. Antes las rrespuestas al mundo se hacían en términos de imágenes y acciones; ahora en término de ideas. No es todavía un adulto, pero está empezando a pensar como tal. Seguirá su aprendizaje, volverá a cambiar, pero ya ha alcanzado la edad de la razón. Recordando sus años de preescolar es fácil comprender por qué sus intereses eran los que eran, por qué necesitaba explorar tanto los objetos como las relaciones, y por qué jugaba como jugaba. Si pudiera volver a proyectar la película de sus primeros años, veríamos su progreso desde lo particular a lo general, de la comprensión de ciertos ejemplos al desarrollo del razonamiento y su aplicación a nuevas experiencias.
Escrito en Civilización, Convivencia, educación, reflexiones
Un comentario (no se si es de Sole o forma parte del texto)
Si se mira hacia atrás en el tiempo, se recordará seguramente cuán importante era para el niño jugar con agua, arena y bloques de construcción, pues éstos eran los elementos mediante los cuales aprendía a transformar una cosa en otra y a invertir el proceso. Sus ejemplos eran concretos: aprendía cómo verter agua de una jarra a una taza y viceversa. Aprendía a construir, a derribar y volver a construir. No lo pensaba todo de antemano; simplemente lo producía con los bloques o la arena que tenía delante. Ahora puede abstraer aquellas habilidades: ha aprendido las reglas y puede manipular las ideas más o menos de la misma manera.
El niño de cuatro años tiende a hablar como si creyera que, cuando dos cosas suceden al mismo tiempo, tienen que estar relacionadas. Escucha lo que dice y descubrirás cómo piensa. Un niño de cuatro años dice:
“No puede ser la hora de ir a la cama porque todavía no me he bañado”.
“Me parece que necesito beber porque me duele la rodilla”.
Pero a los ocho años ya no habla de esta suerte. Parte del goce que procuran los niños pequeños consiste en oír su razonamiento infantil. No es que carezcan de lógica ni que su lógica sea fundamentalmente errónea. Si empuja la pelota y ésta se mueve, es lógico concluir que el empujón ha sido la causa del movimiento; pero cuando un niño aplica la misma regla a la relación entre irse a la cama y el baño, lo que falla es su aplicación de la lógica.
Desde el comienzo los niños tienen un esquema mental de las cosas, y a ese esquema adaptan la información que reúnen. Sus esquemas son maneras simples -se las podían llamar primitivas- de dar sentido al mundo. Pero los niños no son estáticos; sus conocimientos y sus habilidades crecen día a día y, naturalmente, comienzan a advertir las limitaciones de su manera de pensar. A medida que crecen y se desarrollan, cambian y reestructuran su visión del mundo. Tales cambios son siempre graduales y tienen lugar más de una vez a lo largo de la infancia.
Uno de esos cambios se produce ya a los nueve meses, cuando la memoria en desarrollo le hace posible comprender que las cosas existen aun cuando él no las vea. Otro tiene lugar alrededor de los catorce meses, cuando comienza a usar palabras y gestos para representar los objetos. Alrededor de los seis o siete años, y quizás antes, el cambio fundamental es que comienza a establecer principios generales a partir de sus experiencias individuales; lo advertirás ahora que el niño dispone de lenguaje para expresar sus descubrimientos.
El primer tipo de razonamiento “infantil” -según el cual, si dos cosas suceden al mismo tiempo, una es causa de la otra- podría denominarse intuitivo. A los seis o siete años este razonamiento se convierte gradualmente en razonamiento deductivo.
Veamos un ejemplo. Tu hijo de cuatro años acaba de volver de la guardería y te cuenta lo que le ha sucedido por la mañana. Empieza por preguntarte “¿Has visto los zapatos nuevos de Menchu?”. No ha olvidado que es su abuela y no tú quien lo recoge casi siempre en la guardería, pero da por supuesto que tú compartes su experiencia. Cuando le explicas que no estás segura de quién es Menchu, responde: “La niña con la que estuve jugando en el bote”.
Por el contrario, el pensamiento de un niño de ocho años ha progresado a tal punto que puede ponerse en tu lugar y darse cuenta de que, puesto que no has estado en la escuela, necesitas más información para entender lo que él dice. Es probable que comience con las palabras “¿Te acuerdas de la niña de la mamá que tiene un coche deportivo verde…?”. Hay niños de cinco años que comenzarán una anécdota con “Tú me conoces, pues…”.
Piaget -cuyas teorías de psicología evolutiva han ejercido tanta influencia sobre el modo en que concebimos el pensamiento infantil- llamó “egocentrismo” a la incapacidad infantil para ponerse en el lugar del otro. El niño ve las cosas desde su propia perspectiva y no siempre tiene en cuenta otras opiniones. Pero está claro que, así definido, el egocentrismo no es exclusivo de los niños pequeños. ¿Cuántas veces no has hablado demasiado de prisa para que pudiera entenderte un extranjero con escaso dominio de tu lengua? Por otro lado, ¿qué decir de los niños de cuatro años que simplifican su lenguaje y elevan el registro de la voz cuando se dirigen a un niño más pequeño o a una muñeca que hace las veces de bebé?
Es claro que el egocentrismo es una cuestión de grados. Todos somos egocéntricos en ocasiones, pero en el niño en edad preescolar, es más probable que esto sea la regla y no la excepción. Puede que ni siquiera se dé cuenta de que cuando os sentáis en lados opuestos de la mesa de la cocina, él puede mirar por la ventana y tú no.
Quizá parezca que a los cinco años ya es tarde para aprender que la gente no tiene ojos en la nuca; pero aprender que el punto de vista propio es diferente del tuyo es más complejo de lo que puedes imaginarte. En primer lugar, el niño tiene que aprender las propiedades de los objetos: por ejemplo, que tienen base y parte superior, anverso y reverso. En segundo lugar debe aprender que las otras personas tienen diferentes perspectivas: que miran las cosas desde distintos ángulos que él. Y en tercer lugar tiene que descubrir qué es la perspectiva. Aprender a tener en cuenta la perspectiva de los demás no se aplica únicamente a lo que se ve sino también a lo que se siente y se piensa; la habilidad para tener en cuenta la perspectiva ajena en todos sus aspectos puede verse malograda por vías similares. El paso crucial de irse apartando del egocentrismo es una simple cuestión de ponerse a sí mismo en tu posición; en otras palabras, de asumir tu papel. Por eso la dramatización y la simulación tienen todavía enorme importancia en el desarrollo de tu hijo.
La capacidad de darse cuenta de que otras personas tienen otras opiniones y de que esas opiniones pueden no coincidir con la del propio niño es, probablemente, una labor no sólo ardua sino también esencial: incluso hay pruebas de que este desarrollo se corresponde con la capacidad de lectura: el niño que aprende pronto a tener en cuenta el punto de vista ajeno, es probable que lea pronto; el que lo aprende más tarde, leerá también más tarde.
Naturalmente el dominio del punto de vista ajeno lo aprenderá en parte de ti. Si le permites que tenga opiniones y puntos de vista diferentes de los tuyos, es más probable que el niño comprenda que también los de los otros hay que tenerlos en cuenta. Supón que está ocupado pintando, pero hay dejado todos sus bloques desparramados por el suelo. Puedes insistir en que abandone la pintura y rocoja los bloques inmediatamente. O puedes pedirle que lo haga tan pronto como termine. En el primer caso, no respetas su punto de vista; en el segundo, sí. Si agregas que la próxima vez tendrá que recoger los bloques antes de empezar a pintar porque podrías caerte, también le haces comprender que debe respetar tu opinión. Si prestas atención a su opinión, él aprenderá a prestar atención a la tuya. Si lo ves conmoverse cuando le lees un cuento triste o si viene a abrazarte cuando te ve abatida, tendrás una prueba de que está aprendiendo.
El tercer rasgo esencial del pensamiento de la edad preescolar también se relaciona con su egocentrismo y, probablemente, en parte lo explique; se trata de la dificultad para tener simultáneamente en cuenta más de un concepto relativamente sencillo.
Dale dos bolas de masa idénticas y te dirá que son iguales. Estira una, y no advertirá que siguen conteniendo la misma cantidad de masa. El cambio de forma acapara su atención y no puede retener cómo era anteriormente. Esta incapacidad para retroceder un paso tiene una consecuencia evidente: si no puede advertir que la masa estirada fue esférica, no podrá percatarse de que puede volver a adoptar esta forma, esto es, que la operación puede invertirse. En realidad, no piensa en absoluto en términos de operar sobre las sustancias -en las modificaciones que pueden sufrir-, ni en las operaciones en general. Piensa en términos de aquí y ahora, de causas inmediatas y efectos inmediatos.
El paso de lo inmediato a lo operacional será tan gradual que te resultará difícil detectarlo. No obstante, puedes advertir el progreso con este sencillo experimento: forma dos líneas exactas de cinco botones; verá que son iguales. Luego separa los botones de una de ellas, de modo que resulte más larga. Algunos niños de cinco años (y la mayoría de los de cuatro) te dirán que en la línea más larga hay más botones. Pero la mayor parte de los de siete te dirán que ambas líneas tienen la misma cantidad de botones. Si se equivoca, prueba de nuevo, pero esta vez añade una “traviesa incursión” del osito y altera accidentalmente una línea, de modo que quede más larga que la otra. El niño no tendrá dificultad para advertir que ambas líneas contienen la misma cantidad de botones, pues su comprensión depende de la manera en que experimenta la causa del cambio. El osito las ha desordenado; tú las has cambiado intencionalmente, y eso ha impedido al niño advertir que la cantidad de botones seguía siendo la misma.
Prácticamente todo aquel que ha trabajado con niños pequeños está de acuerdo en que hay una gran diferencia entre el pensamiento de un niño de cinco años y el de uno de siete. Lo mismo que el paso del bebé al infante, el proceso es gradual; pero, al mismo tiempo, es repentino y completo. Un bien día te das cuenta de que parte de aquella inocencia y capacidad de asombro se ha disipado. Antes las rrespuestas al mundo se hacían en términos de imágenes y acciones; ahora en término de ideas. No es todavía un adulto, pero está empezando a pensar como tal. Seguirá su aprendizaje, volverá a cambiar, pero ya ha alcanzado la edad de la razón. Recordando sus años de preescolar es fácil comprender por qué sus intereses eran los que eran, por qué necesitaba explorar tanto los objetos como las relaciones, y por qué jugaba como jugaba. Si pudiera volver a proyectar la película de sus primeros años, veríamos su progreso desde lo particular a lo general, de la comprensión de ciertos ejemplos al desarrollo del razonamiento y su aplicación a nuevas experiencias.
Escrito en Civilización, Convivencia, educación, reflexiones
Un comentario (no se si es de Sole o forma parte del texto)
Si se mira hacia atrás en el tiempo, se recordará seguramente cuán importante era para el niño jugar con agua, arena y bloques de construcción, pues éstos eran los elementos mediante los cuales aprendía a transformar una cosa en otra y a invertir el proceso. Sus ejemplos eran concretos: aprendía cómo verter agua de una jarra a una taza y viceversa. Aprendía a construir, a derribar y volver a construir. No lo pensaba todo de antemano; simplemente lo producía con los bloques o la arena que tenía delante. Ahora puede abstraer aquellas habilidades: ha aprendido las reglas y puede manipular las ideas más o menos de la misma manera.
También se puede comprender por qué era tan importante la simulación, y por qué se pasaba tanto tiempo jugando a juegos de fantasía. Los papeles que representaba eran sus primeras ideas, sus primeras abstracciones. Cuando hacia de “mamá” y cuando replicaba airadamente en nombre de su muñeca, no sólo veía el mundo desde el punto de vista de los padres: alternaba el papel del padre con el del hijo. Cuando los botones del costurero libraban una guerra en la alfombra, él asumía un bando, luego el otro, haciendo avanzar un ejército y obligando al otro a retroceder. Esta flexibilidad, por supuesto, es lo que caracteriza la capacidad de la razón.
Ahora, en la infancia media, esta práctica todavía no ha alcanzado la perfección y hay mucho que aprender aún, pero ya se ha comenzado. El niño necesita practicar su nuevo espectro de habilidades, jugar a juegos más formales que pongan a prueba su capacidad de razonamiento: juegos con reglas. Al mismo tiempo notarás, probablemente, que el juego de simulación comienza a declinar.(JUGAR Y APRENDER,pasatiempos educativos de 0 a 10 años).
por gonzalorobles Agosto 16, 2008 at 12:39 pm