domingo, 19 de abril de 2009

No dejar llorar



Este texto (y otros) lo he encontrado en crecer con amor y por supuesto es de Carlos Gonzalez. No lo habia leido hasta ahora, pero habia oido hablar de el. Creo que yo opto por una tercera via. Dejo llorar, intento acompañar de forma activa (abrazar, estar ahi, no dejarme llevar por mi propio enfado en caso de existir, conectar con lo que realmente le pasa, tratar de decir en una frase lo que creo que le pasa por si asi desenmarañamos la maraña emocional...), pero no me gusta distraer el llanto. Como siempre, creo que hay que observar, si estamos en condiciones en ese momento de empatizar y de escuchar lo que nos estan diciendo realmente con su llanto (ultimamente veo que no siempre estoy en condiciones). Mi hija no ha sido nunca de tener rabietas, aunque si ha llorado en ocasiones, claro. De hecho, uno de los cambios que noto en ella desde la llegada de Teo es que llora mas, esta mucho mas sensible. Antes del nacimiento se pasaban los dias y no encontraba motivos para el llanto. Ni terribles dos, ni nada. La primera vez que tubo un berrinche (que no llamaria yo rabieta porque no habia rabia, sino mucha pena y angustia en su expresion) en el que no podia parar de llorar fue la primera vez que trabaje hasta tarde. Bueno, en realidad era un pluriempleo cuya duracion era de dos semanas. Eso me hizo recogerla a las 6 de la tarde de la guarderia en vez de a las tres y media. El primer dia, por el camino todo le parecia mal, al llegar a casa me pedia algo y cuando se lo daba no le servia, demandas, demandas demandas... desplazadas. Las demandas imposibles iban en aumento, hasta que encontro aquella que yo no podia satisfacer (igual que no habia satisfecho su necesidad de verme a la hora habitual). Se puso a llorar inconsolablemente. yo podia haber optado por distraerla al modo Gonzalez, pero me parecio que lo que estaba pidiendo era poder desahogarse de verdad, limpiarse. Verbalice lo que le ocurria. Dijo siiiiiiii!!! de forma angustiosa y siguio llorando unos minutos. Al principio no queria que la cogiera y se iba de la habitacion donde yo estaba (y si la seguia salia corriendo a buscar otro lugar). Le dije que yo estaba alli para cuando quisiera. Y en dos minutos vino a mi y ya nos abrazamos. Fin de demandas imposibles, vuelta a la felicidad. Si la hubiera distraido, creo que no hubiese resuelto esa situacion de agobio que tenia. No siempre es tan sencillo por supuesto. A medida que crecen, pienso que las situaciones son mas complejas, se mezclan muchos mas sentimientos y a veces la maraña es dificil de deshacer.


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Está muy extendida la teoría de que a los niños (2 o 3 años) hay que dejarlos solos cuando tienen una rabieta. Claro, en la versión progre” del tema se dice que al niño se le deja desahogarse, pero el resultado es el mismo (le dejas solo y llorando) que en la versión tradicional: “no es más que teatro, así que hay que quitarle el público”, o en la conductista: “aislado en tiempo de exclusión hasta que aprenda a comportarse como es debido”.

Quizás parte del éxito de algunas de las teorías de “dejar llorar” viene de una confusión semántica: “no (dejar llorar)” frente a “(no dejar) llorar”. Me explico. Cuando yo digo que no hay que dejar llorar a un niño lo que estoy diciendo es que los padres no tienen que hacer una actividad denominada “dejar llorar”, actividad que consiste en pasar de un niño que llora y no hacerle caso. Yo no estoy prohibiendo nada al niño, en todo caso estoy “prohibiendo” a los padres que le “dejen llorar”. En cambio algunas personas lo que dicen es algo muy distinto, que el niño no debe hacer una actividad denominada “llorar”, que los padres deben impedírselo, prohibírselo, incluso castigarlo por ello. Eso, claro, me parece una barbaridad.

Es una actitud mucho más extendida de lo que parece. Miles de veces, en vez de intentar consolar de forma adecuada a un niño (cogiéndolo en brazos, o dándole teta, o preguntándole qué le pasa, o diciendo “pobrecito, qué pupa más grande” o “sana sana culito de rana” o reconociendo el problema “sí, qué rabia, tenemos que irnos del parque porque es muy tarde, menos mal que mañana podremos volver…”), se le dicen con la mejor de las intenciones cosas como “no llores, que te pones muy feo”, o “qué vergüenza, un niño tan grande y llorando”, o “no llores, que los niños valientes no lloran”, o “no lores que pareces una nena” o “me duele la cabeza de oírte llorar”, o “este señor se va a enfadar si lloras”, o “cállate de una vez”, o “me tienes harto con tus llantos”.

Todos estos son ejemplos, unos más suaves y otros más bestias, de “(no dejar) llorar”. Claro, a todos se nos ha escapado alguna vez, y por una vez no tiene importancia; pero imagínense lo que es que cada vez que lloras, sea cual sea el motivo, te digan que te pones feo. ¿Qué va a sentir, cuando sea mayor, una persona educada así? ¿Qué comprensión, qué empatía, podrá sentir por el dolor ajeno, por el llanto de sus propios hijos? Le estamos diciendo que la belleza es el valor supremo, y que uno tiene incluso que reprimir sus propios sentimientos para poder ser “guapo” y por tanto aceptado socialmente.

Lo mismo que, cuando dejamos solo a un niño con una rabieta, cuando deliberadamente nos vamos de la habitación, o lo enviamos sólo a una habitación, le estamos enseñando que el dolor no es socialmente aceptable, que una persona bien educada no “se deja llevar” por sus sentimientos en público.

Otra cosa sería un niño mayor (o adolescente) que deliberadamente se va a llorar solo. También hay que demostrarle que tiene derecho a aislarse, si eso es lo que desea. No salgas corriendo detrás, no le digas que “es de mala educación” y que “no puede levantarse de la mesa”… pero puedes, al cabo de un tiempo prudencial, acercarte, decir algo, y seguir o retirarte según su respuesta. Cuando mis hijos tenían rabietas, lo probaba todo. Es cierto que en algunos casos parece que no quieran ser consolados: si les hablas o les preguntas, lloran aún más fuerte o te insultan, si intentas cogerles en brazos se resisten y patalean, si les tocas te pegan. En esas circunstancias, es muy humano sentir la tentación de decir: “¿Y encima me pegas? ¡Pues me voy y te j….! ¡Yo no tengo por qué aguantar esto!” Sentimiento que muchos intentarán racionalizar (pues la capacidad del ser humano para engañarse así mismo parece ser aún mayor que su capacidad para dejarse engañar por otros) con argumentos como “es mejor que se desahogue” o “no es un castigo, es aplicar las consecuencias lógicas, debe aprender que si insulta y pega nadie querrá estar con él”. Es muy humano reaccionar así, pero ¿no es un poco “infantil”? ¿No debería un adulto, que encima es padre, tener más herramientas que un niño de tres años para canalizar la ira y para mantener la compostura en situaciones difíciles?

Es un poco como si hubiera un individuo de pie en una cornisa, amenazando con tirarse de un octavo piso, diciendo a los bomberos: “si se acercan, me tiro”, y los bomberos dijeran, “bueno, hemos hecho lo que hemos podido; si se pone en plan imbécil no tenemos por qué aguantarle las impertinencias” y se fueran.

Supongo que cada niño es distinto, y que cada familia encontrará su propia estrategia. A nosotros nos iba muy bien, en las rabietas más terribles, alejarnos un poco y ponernos a hablar del niño en voz alta: “¿Sabes, Mamá, que ayer llevé a María a ver a Abuela? - ¿Ah, sí, fuisteis a ver a Abuela? - Si, y María estuvo ayudando a Abuela a preparar un pastel - ¿María ya sabe cocinar? - Sí, lo hizo muy bien, dijo Abuela que nunca había quedado la masa tan bien revuelta, sin ningún grumo de harina…” A medida que vamos hablando, notamos como María deja de llorar para poder oír mejor. “¿Y con qué hicieron la masa del pastel? - Pues con harina, leche, huevos, levadura, y… a ver si me acuerdo, había otra cosa…” Y de pronto María interviene: “-Y limón rallado, lo rallé yo”. A partir de ahí, la rabieta puede darse por concluida, siempre y cuando los padres sigan disimulando un rato y eviten la mezquina tentación de vengarse: “Ah, conque ahora hablas, creí que sólo sabías llorar”, o “No me interesa lo que digas, si tú no me querías oír a mí, yo tampoco te quiero oír a ti”, o “Ahora que has dejado de llorar, ¿me puedes explicar qué te pasaba?”…

Es asombroso la cantidad de padres que sienten (sentimos) la ridícula
necesidad de decir la última palabra, de ajustar cuentas, de dejar ien claro quién se ha portado mal y quién se ha portado bien, la necesidad no sólo de vencer, sino de humillar al vencido. Que el mentiroso confiese, que el culpable pida perdón, que el desobediente obedezca… Supongo que son frustraciones sin resolver de nuestra propia infancia, que nos creemos con derecho a exigir de nuestros hijos absoluta sumisión porque sabemos que jamás la obtendremos ni de nuestros padres, ni de nuestro cónyuge, ni de nuestros amigos, ni de nuestros jefes, ni de nuestros subordinados, ni del gobierno…