Traigo aquí unartículo de Carmen Herrera García, publicados en la web http://www.solohijos.com/ En general me gusta mucho el enfoque que esta autora da a los temas.
Imagen de Krize
"Mira que eres torpe" o "qué niña tan marimandona" o "no seas llorón" son algunas de las etiquetas en ocasiones colgamos a nuestros hijos cuando reiteran una conducta. No lo hacemos con la intención de ofender, pero si lo repetimos varias veces el niño puede sentir que lo limitan, que es de esa manera y por mucho que haga no conseguirá cambiar. Debemos animarlo y darle la oportunidad de mejorar su personalidad.
"Trate a las personas como si fueran lo que deberían ser y las ayudará a convertirse en lo que son capaces de ser." Goethe
La cuestión de las etiquetas es, pedagógicamente hablando, una cuestión de límites, pero en el sentido negativo de la palabra. La capacidad de aprendizaje del niño está limitada por un lado por su herencia genética y por otro por el ambiente más o menos favorable en el que se desenvuelva. Las etiquetas son límites que imponemos a nuestros hijos, casillas en las cuales deben caber y a las que deben amoldarse respondiendo a las limitadas expectativas que hemos puesto sobre ellos.
"¿Siempre has de ser tan tozudo?"; "¿Lo ves? Es que eres un manazas, no haces nada bien hecho"; "Deja de mirarte en el espejo de una vez, presumida". Mensajes como éstos acompañan el quehacer diario en nuestros hogares. Son aparentemente neutros, y la mayoría de veces inconscientes, pero debemos revisar si ayudamos con ellos a nuestros hijos a avanzar correctamente o si por el contrario estamos cerrando la puerta al cambio y al aprendizaje.
Bernabé Tierno, en su obra Tu hijo, problemas y conflictos, reproduce un fragmento de la carta que unos padres le escriben: "Por segunda vez, ante el miedo a entregarnos las notas, porque la criatura no levanta cabeza en los estudios, mi hijo de doce años se ha marchado de casa. Hemos pasado toda la noche en vela, y cuando esta mañana ha ido mi marido a coger el coche para denunciar su desaparición, se lo ha encontrado durmiendo dentro. Hemos intentado averiguar lo que pasa, y entre todas sus angustias por ver que no puede tenernos contentos trayendo mejores notas, me ha sorprendido una frase: "Es que a mí nadie me ha dicho nunca que hago algo bien". Los mensajes que enviamos a nuestro hijo cuando nos fijamos sólo en sus errores o en sus fracasos le transmiten la idea de que no sirve para nada, o de que difícilmente logrará superar cualquier problema que se le presente.
El niño es, como todo ser humano, un ser en constante cambio y transformación. Sus capacidades adaptativas son muy grandes, pero debe encontrar un ambiente que le estimule y le aliente para el éxito. Cuando los padres resaltamos con mayor énfasis las facetas negativas de nuestro hijo, estamos yendo en contra de principios fundamentales en educación: la comprensión, el aliento y el reconocimiento del esfuerzo y de los logros.
Si en mi trabajo, una y otra vez, mi superior señala mis equivocaciones y pasa por alto mi esfuerzo y los buenos resultados en otras tareas, me sentiré desmotivada, apática frente al trabajo y probablemente sin ideas. Cuando tildamos a nuestro hijo de "vago", de "despistado" o de "fracasado" estamos haciendo mella profunda en el concepto que tiene de él mismo provocándole un sentimiento de inseguridad no sólo de sus capacidades sino de su propia valía. Los padres actuamos como modelos y como adultos de referencia para nuestros hijos. Ellos piensan: "Si mis padres dicen que siempre me olvido de todo, debe ser verdad", y entonces se cierran a la posibilidad de cambio, de mejora.
Es mucho más productivo, cuando un hijo ha cometido un error, intentar sentirnos como él. Verle como alguien que está sujeto a cambios y que, en ese proceso, el fracaso y las equivocaciones forman parte de las oportunidades de ver los propios problemas y mejorarlos. Cuando él reciba el mensaje: "Te has equivocado, pero te comprendo y aquí estoy para ayudarte", en vez de: "¡Otra vez, ya estoy harto de que no te esfuerces por cambiar!", entonces estaremos cumpliendo realmente con lo que ser padres significa: amar a nuestros hijos incondicionalmente, servirles de aliento constante y ser capaces de ver en él un ser humano sujeto a cambios, capaz de lograr lo que se proponga más allá de las dificultades.
A menudo es difícil ser capaz de mantener una actitud positiva, de comprensión y apoyo cuando una conducta negativa se manifiesta una y otra vez. Hemos de ser capaces de inventar nuevas maneras de corregir, vigilando nuestras palabras y manteniéndonos atentos a lo que realmente pensamos de nuestro hijo. Nosotros somos los primeros que hemos de pensar que nuestro hijo puede cambiar. Si no es así, difícilmente reconoceremos sus pequeños esfuerzos, los logros mínimos que darán paso a logros mayores, y difícilmente encontraremos las oportunidades o situaciones en que él pueda verse de otra manera y modificar la imagen que tiene de sí mismo. En definitiva, la etiqueta que tiene adjudicada y de la que debemos conseguir que se desprenda.
"Mira que eres torpe" o "qué niña tan marimandona" o "no seas llorón" son algunas de las etiquetas en ocasiones colgamos a nuestros hijos cuando reiteran una conducta. No lo hacemos con la intención de ofender, pero si lo repetimos varias veces el niño puede sentir que lo limitan, que es de esa manera y por mucho que haga no conseguirá cambiar. Debemos animarlo y darle la oportunidad de mejorar su personalidad.
"Trate a las personas como si fueran lo que deberían ser y las ayudará a convertirse en lo que son capaces de ser." Goethe
La cuestión de las etiquetas es, pedagógicamente hablando, una cuestión de límites, pero en el sentido negativo de la palabra. La capacidad de aprendizaje del niño está limitada por un lado por su herencia genética y por otro por el ambiente más o menos favorable en el que se desenvuelva. Las etiquetas son límites que imponemos a nuestros hijos, casillas en las cuales deben caber y a las que deben amoldarse respondiendo a las limitadas expectativas que hemos puesto sobre ellos.
"¿Siempre has de ser tan tozudo?"; "¿Lo ves? Es que eres un manazas, no haces nada bien hecho"; "Deja de mirarte en el espejo de una vez, presumida". Mensajes como éstos acompañan el quehacer diario en nuestros hogares. Son aparentemente neutros, y la mayoría de veces inconscientes, pero debemos revisar si ayudamos con ellos a nuestros hijos a avanzar correctamente o si por el contrario estamos cerrando la puerta al cambio y al aprendizaje.
Bernabé Tierno, en su obra Tu hijo, problemas y conflictos, reproduce un fragmento de la carta que unos padres le escriben: "Por segunda vez, ante el miedo a entregarnos las notas, porque la criatura no levanta cabeza en los estudios, mi hijo de doce años se ha marchado de casa. Hemos pasado toda la noche en vela, y cuando esta mañana ha ido mi marido a coger el coche para denunciar su desaparición, se lo ha encontrado durmiendo dentro. Hemos intentado averiguar lo que pasa, y entre todas sus angustias por ver que no puede tenernos contentos trayendo mejores notas, me ha sorprendido una frase: "Es que a mí nadie me ha dicho nunca que hago algo bien". Los mensajes que enviamos a nuestro hijo cuando nos fijamos sólo en sus errores o en sus fracasos le transmiten la idea de que no sirve para nada, o de que difícilmente logrará superar cualquier problema que se le presente.
El niño es, como todo ser humano, un ser en constante cambio y transformación. Sus capacidades adaptativas son muy grandes, pero debe encontrar un ambiente que le estimule y le aliente para el éxito. Cuando los padres resaltamos con mayor énfasis las facetas negativas de nuestro hijo, estamos yendo en contra de principios fundamentales en educación: la comprensión, el aliento y el reconocimiento del esfuerzo y de los logros.
Si en mi trabajo, una y otra vez, mi superior señala mis equivocaciones y pasa por alto mi esfuerzo y los buenos resultados en otras tareas, me sentiré desmotivada, apática frente al trabajo y probablemente sin ideas. Cuando tildamos a nuestro hijo de "vago", de "despistado" o de "fracasado" estamos haciendo mella profunda en el concepto que tiene de él mismo provocándole un sentimiento de inseguridad no sólo de sus capacidades sino de su propia valía. Los padres actuamos como modelos y como adultos de referencia para nuestros hijos. Ellos piensan: "Si mis padres dicen que siempre me olvido de todo, debe ser verdad", y entonces se cierran a la posibilidad de cambio, de mejora.
Es mucho más productivo, cuando un hijo ha cometido un error, intentar sentirnos como él. Verle como alguien que está sujeto a cambios y que, en ese proceso, el fracaso y las equivocaciones forman parte de las oportunidades de ver los propios problemas y mejorarlos. Cuando él reciba el mensaje: "Te has equivocado, pero te comprendo y aquí estoy para ayudarte", en vez de: "¡Otra vez, ya estoy harto de que no te esfuerces por cambiar!", entonces estaremos cumpliendo realmente con lo que ser padres significa: amar a nuestros hijos incondicionalmente, servirles de aliento constante y ser capaces de ver en él un ser humano sujeto a cambios, capaz de lograr lo que se proponga más allá de las dificultades.
A menudo es difícil ser capaz de mantener una actitud positiva, de comprensión y apoyo cuando una conducta negativa se manifiesta una y otra vez. Hemos de ser capaces de inventar nuevas maneras de corregir, vigilando nuestras palabras y manteniéndonos atentos a lo que realmente pensamos de nuestro hijo. Nosotros somos los primeros que hemos de pensar que nuestro hijo puede cambiar. Si no es así, difícilmente reconoceremos sus pequeños esfuerzos, los logros mínimos que darán paso a logros mayores, y difícilmente encontraremos las oportunidades o situaciones en que él pueda verse de otra manera y modificar la imagen que tiene de sí mismo. En definitiva, la etiqueta que tiene adjudicada y de la que debemos conseguir que se desprenda.