CARLOS FRESNEDA. Corresponsal NUEVA YORK.-
Ser padres ya no es lo que era. La sociedad aséptica en la que vivimos, con esa fe ciega en la tecnología y en los «expertos», ha construido una burbuja alrededor de los recién nacidos. Los niños crecen casi siempre privados del contacto instintivo con sus progenitores: enganchados al biberón, encajonados en carritos, confinados en guarderías.
La ciencia, que tanto ha contribuido a ensanchar esas distancias, ha dado un volantazo en estos últimos años y está descubriendo los beneficios de la proximidad entre padres e hijos, rebautizada ahora como attachment parenting.
Según la psicóloga A. N. Schore, en un estudio publicado en el Australian and New Zealand Journal of Psychiatry, el «vínculo» o «apego» maternal afecta directamente a la parte derecha del cerebro, que regula todos los mecanismos relacionados con el control de las emociones y con el desarrollo de la memoria.
A. N. Shore sostiene que el trauma y el estrés en los niños, provocado muchas veces por la separación prematura, puede impedir el «desarrollo óptimo» del cerebro en esa etapa crucial que va de los cero a los tres años.
La proximidad padres-hijos, en cambio, redunda directamente en la inteligencia, en la capacidad motriz y en el equilibrio emocional.
Necesidades biológicas
La ciencia y la práctica caminan juntas desde hace algo más de una década, cuando decenas de padres aunaron fuerzas en Estados Unidos y crearon la asociación Attachment Parenting International, que está empezando a echar raíces en Europa (www.attachmentparenting.org).
El padrino de la paternidad con «vínculo» fue el psiquiatra británico John Bowlby, que formuló su teoría del apego como una «necesidad biológica», allá por los años 50. La antropóloga Margaret Mead realizó por su parte un estudio comparativo de varias tribus del mundo y demostró que las más violentas eran las que privaban a los niños del contacto físico a edad temprana.
En 1958, la doctora Marcelle Geber estudió de cerca en Uganda a 308 niños criados a la vieja usanza (amamantados a discreción, transportados en proximidad constante con la madre, compartiendo la misma cama) y los comparó con un grupo de niños europeos: alimentados en biberón, empujados en carritos, alejados de sus padres por la noche... ¿Su conclusión? Los niños africanos desarrollaban sus capacidades motrices e intelectuales con mayor precocidad durante el primer año.
Al mismo puerto llegaron la doctora Sylvia Bell y la psicóloga Mary Ainsworth, de la Universidad John Hopkins, unas de las primeras en levantar la voz contra la pediatría oficial que incitaba a las madres a no «malcriar» a los hijos cogiéndoles en brazos más de la cuenta, respondiendo automáticamente a sus llantos o dándoles de comer fuera de sus horas.
Bell y Ainsworth concluyeron que la relación armónica madre-hijo puede tener un impacto no ya sólo en el desarrollo del niño sino en su capacidad intelectual. Y las claves para esa armonía son las respuestas «sensibles» a las necesidades de los pequeños, la frecuencia de las interacciones físicas y verbales y la libertad de exploración de los niños (bajo la supervisión, que no bajo el control, del adulto).
«Los padres son siempre los mejores expertos en sus propios hijos», nos advierten a dos voces William y Martha Sears, curtidos como pediatras y padres (ocho hijos). Su libro, The Attachment Parenting Book, es desde hace dos años la Biblia de esta nueva escuela de paternidad.
«Nosotros llevábamos más de dos décadas practicando la paternidad con apego sin saber siquiera que tenía un nombre», confiesan los populares Sears & Sears. «Digamos que nos dejamos guiar por el instinto, que para nosotros fue la manera más natural de ser padres».
Los Sears nos remiten a los estudios de Marshall Klaus y John Kennell, que ya en 1976 descubrieron que para los humanos, igual que para otros mamíferos, existe un «periodo sensitivo», justo en el instante del nacimiento, en el que madres e hijos están programados para beneficiarse mutuamente del contacto.
Otro pilar del attachment parenting es cargar con los niños, en brazos o colgados, pero manteniendo lo más posible la proximidad física
La ciencia, que tanto ha contribuido a ensanchar esas distancias, ha dado un volantazo en estos últimos años y está descubriendo los beneficios de la proximidad entre padres e hijos, rebautizada ahora como attachment parenting.
Según la psicóloga A. N. Schore, en un estudio publicado en el Australian and New Zealand Journal of Psychiatry, el «vínculo» o «apego» maternal afecta directamente a la parte derecha del cerebro, que regula todos los mecanismos relacionados con el control de las emociones y con el desarrollo de la memoria.
A. N. Shore sostiene que el trauma y el estrés en los niños, provocado muchas veces por la separación prematura, puede impedir el «desarrollo óptimo» del cerebro en esa etapa crucial que va de los cero a los tres años.
La proximidad padres-hijos, en cambio, redunda directamente en la inteligencia, en la capacidad motriz y en el equilibrio emocional.
Necesidades biológicas
La ciencia y la práctica caminan juntas desde hace algo más de una década, cuando decenas de padres aunaron fuerzas en Estados Unidos y crearon la asociación Attachment Parenting International, que está empezando a echar raíces en Europa (www.attachmentparenting.org).
El padrino de la paternidad con «vínculo» fue el psiquiatra británico John Bowlby, que formuló su teoría del apego como una «necesidad biológica», allá por los años 50. La antropóloga Margaret Mead realizó por su parte un estudio comparativo de varias tribus del mundo y demostró que las más violentas eran las que privaban a los niños del contacto físico a edad temprana.
En 1958, la doctora Marcelle Geber estudió de cerca en Uganda a 308 niños criados a la vieja usanza (amamantados a discreción, transportados en proximidad constante con la madre, compartiendo la misma cama) y los comparó con un grupo de niños europeos: alimentados en biberón, empujados en carritos, alejados de sus padres por la noche... ¿Su conclusión? Los niños africanos desarrollaban sus capacidades motrices e intelectuales con mayor precocidad durante el primer año.
Al mismo puerto llegaron la doctora Sylvia Bell y la psicóloga Mary Ainsworth, de la Universidad John Hopkins, unas de las primeras en levantar la voz contra la pediatría oficial que incitaba a las madres a no «malcriar» a los hijos cogiéndoles en brazos más de la cuenta, respondiendo automáticamente a sus llantos o dándoles de comer fuera de sus horas.
Bell y Ainsworth concluyeron que la relación armónica madre-hijo puede tener un impacto no ya sólo en el desarrollo del niño sino en su capacidad intelectual. Y las claves para esa armonía son las respuestas «sensibles» a las necesidades de los pequeños, la frecuencia de las interacciones físicas y verbales y la libertad de exploración de los niños (bajo la supervisión, que no bajo el control, del adulto).
«Los padres son siempre los mejores expertos en sus propios hijos», nos advierten a dos voces William y Martha Sears, curtidos como pediatras y padres (ocho hijos). Su libro, The Attachment Parenting Book, es desde hace dos años la Biblia de esta nueva escuela de paternidad.
«Nosotros llevábamos más de dos décadas practicando la paternidad con apego sin saber siquiera que tenía un nombre», confiesan los populares Sears & Sears. «Digamos que nos dejamos guiar por el instinto, que para nosotros fue la manera más natural de ser padres».
Los Sears nos remiten a los estudios de Marshall Klaus y John Kennell, que ya en 1976 descubrieron que para los humanos, igual que para otros mamíferos, existe un «periodo sensitivo», justo en el instante del nacimiento, en el que madres e hijos están programados para beneficiarse mutuamente del contacto.
Otro pilar del attachment parenting es cargar con los niños, en brazos o colgados, pero manteniendo lo más posible la proximidad física