En la página de la librería de
El corte inglés tienen disponible el primer capítulo de este libro de
KATHY HIRSH-PASEK . En el foro de
Crianza natural hablamos en la charla que enlazo bastante sobre él y yo, meses después de haberlo leído, tengo el libro encima de la mesita de noche, esperando a coger energía para hacer resúmenes de los capítulos, ya que a pesar del estilo con el que está escrito (típico libro americano de "tengo todas las recetas") las ideas son muy interesantes y creo que he aprendido varias cosas que antes no sabía, que es de lo que se trata.
La idea que yo saco es clara, hay que dejar que los niños sigan su propio ritmo de aprendizaje.
La imagen es la portada del libro, extraída de la misma web que el primer capítulo (si me llegan a decir que iba a citar dos veces el corte inglés en una entrada me hubiese caído de espaldas).
---------------------------------------------------------------------------------------------
Los aprietos del padre moderno
Un sábado por la mañana, Felicia Montana, futura mamá primeriza, embarazada de seis meses, fue al centro comercial con unas amigas con la intención de comprar las prendas básicas que iba a necesitar su bebé. Pero, en vez de eso, se encontró con un cursillo acelerado que bien podría haberse llamado: «Introducción a la ciencia de ser padres».
Su formación comenzó en un local comercial que tenía un letrero con los colores del arco iris, y que les había parecido el sitio más adecuado para iniciar las compras. A decir verdad, lo que las decidió fue el nombre de la tienda: El Buen Comienzo. «Precisamente lo que queremos para nuestro futuro hijo», pensó Felicia, al tiempo que entraba en la tienda junto a sus amigas. Pero cuando salieron de allí, Felicia ya no sabía lo que quería.
No tardó en descubrir que hoy en día la lista de artilugios que de ningún modo deben faltar en el equipo de cuidados infantiles se extiende por territorios infinitamente más exóticos que el conocido de toda la vida, el de los pañales, tacatás y sillitas para coche. ¿Debía comprar tarjetas de ayuda, de esas con dibujos por un lado y palabras en el dorso, que prometían ser «la mejor forma de comunicar a tu bebé nuevos conocimientos»? En caso afirmativo, ¿qué tarjetas de ayuda eran más eficaces: las «Baby Dolittle» de identificación de animales o las de vocabulario del «Baby Webster»? Sus amigas, todas ellas mamás con experiencia, defendieron cada opción en función de lo que a sus niños les había gustado más.
–Jeremy se sabía todos los animales con sólo 18 meses –presumió Anna.
–Pues a Alice le gustaban más las del «Webster», y a los 17 meses ya sabía decir palabras complicadas –alardeó Erica.
Una vez tomada esta primera decisión, Felicia debía elegir entre la cinta de vídeo Baby Einstein, la Baby Shakespeare y la Baby Van Gogh, que ofrecían «una inmersión sin igual en el mundo del lenguaje, la música, la literatura y el arte». ¿Y si su bebé necesitaba las tres cintas? ¿Y qué decir del vídeo Brainy Baby («Cerebrito Baby»), pensado para que el cerebro de tu recién nacido desarrolle tanto el hemisferio izquierdo como el derecho «entre los 6 y los 36 meses»?
Daba la impresión de que cada uno de esos productos le hacía la nada despreciable promesa de mejorar el desarrollo de su bebé si los compraba, y al mismo tiempo le transmitían, de manera implícita, un atisbo de las espantosas consecuencias que tendría el no comprarlos. No en vano Babybrain ofrece a los retoños «la agudeza intelectual necesaria para el óptimo rendimiento académico y profesional». ¿Y ser padres no consiste precisamente en dar a los hijos todas las ventajas posibles?
Cuando salió de la tienda estaba hecha un manojo de nervios y con la moral por los suelos. Pero nada que ver con la desazón que le esperaba en la librería.
El marido de Felicia, Steve, le había pedido que comprase un par de libros sobre paternidad. Quería instruirse en la cuestión, para poder estar en pie de igualdad con su esposa durante la crianza del niño.
Así pues, Felicia entró en la librería y se dirigió a la sección de libros de ayuda para papás. Sacó el primer libro en que puso las manos, Prenatal Parenting, que se ofrecía como guía para la «crianza desde el estado fetal» y que incluía un capítulo dedicado a consejos para «convertirte en arquitecto del cerebro». Felicia volvió a meter el libro en su sitio, en el estante repleto a rebosar, y se pasó la mano por la frente, como para comprobar si su propio cerebro daba señales de dolor.
¿Cómo que crianza desde el estado fetal? ¿Y eso de arquitectura del cerebro? ¿Es esto lo que se supone que importa a los padres de hoy? Felicia se dio cuenta de que, de repente, se sentía cada vez más angustiada con el desarrollo intelectual de su bebé… ¡antes incluso de que hubiese nacido!
METER PRISAS A LA INFANCIA
Como bien sabe Felicia hoy, la carrera para convertir a los niños en los más listos y aptos de la clase empieza aún antes de que lleguen a la cuna. Hoy empieza en el seno materno. Los artículos de las revistas inducen a los futuros papás a practicar ya durante el período del embarazo, con la promesa de que así aumentará la capacidad intelectual de sus bebés. Pasan la página y se encuentran con publicidad en la que se les insta a comprar cedés de idiomas extranjeros para que los escuchen los niños antes de asomar la cabecita al mundo. Hay muchos padres que ni siquiera se extrañarían si les dijeran que podrían usarse tubos de fibra óptica para televisar cursos educativos a «preinfantes» que todavía están flotando en el líquido amniótico. Por fortuna, aún no hemos llegado a tanto. Al menos, todavía no.
Cuando estos niños nacen, se intensifica la presión para dirigirlos lo más deprisa posible hacia la asimilación de procesos propios de un adulto. Se les empuja a adquirir destreza lectora más deprisa, a sumar y restar a edades cada vez más tempranas, e incluso a dominar misteriosas tareas tales como identificar el rostro de compositores fallecidos tiempo ha, años antes de que realmente les sirva para algo esta información (si es que llegan a necesitarla algún día).
La industria de la educación de recién nacidos ha encontrado un público receptivo de padres deseosos de enriquecer a su prole. Una encuesta pone de manifiesto que el 65 por ciento de los padres considera que las tarjetas de ayuda son «muy eficaces» a la hora de ayudar a los niños de 2 años a desarrollar sus facultades intelectivas. Y más de un tercio de los padres encuestados considera que poner a sus niños música de Mozart estimula el desarrollo cerebral.
Salta a la vista que los padres han estado atentos a los exagerados consejos publicitarios procedentes de las empresas de juguetes, ya que en la actualidad la categoría de juguete educativo para bebés constituye un negocio de mil millones de dólares de beneficios anuales. De hecho, el negocio es tan redondo que algunas empresas, como Baby Einstein (comprada por Disney en 2001), están ampliando sus líneas de productos. (En el caso de la mencionada empresa, se ha creado una línea llamada «Little Einstein», dirigida a niños y niñas de entre 3 y 5 años.)
El soniquete publicitario ha llegado incluso a consumidores poco susceptibles de recibirlos. Desde San Francisco nos llegan las declaraciones de Diane, madre de un niño de 2 años y de un recién nacido: «Mi abuela, que vive en una residencia de ancianos –para que te hagas una idea–, me mandó un móvil que reproduce melodías de Mozart y Bach. ¡Me dijo que deseaba que mi bebé llegase a ser el primero de la clase!».
Cuando estos recién nacidos crecen, muchos de ellos acceden a oportunidades educativas más extensivas (y más caras), como clases de violín, clases de hípica, colegios privados y profesores particulares.
LA SOCIEDAD DEL CORRECAMINOS: MÁS DEPRISA, MEJOR, MÁS
En el mundo de hoy el mensaje predominante viene a decir que ya no basta con que los niños en edad preescolar aprendan de manera independiente, como llevan haciendo desde hace milenios, guiados por su curiosidad innata y con un poco de ayuda por parte de los demás miembros de la familia cuando se presenta la ocasión de enseñarles algo.
Aun así, estos pequeños no dejan de ser, simplemente, los miembros más jóvenes de nuestra sociedad moderna, acelerada y competitiva. A los adultos se les insta a trabajar más horas y de manera más productiva que la competencia. Consumimos alimentos precocinados y calentados a base de microondas, y organizamos nuestro tiempo libre con vacaciones repletas de actividades supuestamente imprescindibles. Los adultos reciben el mensaje de que conseguir hacer más en menos tiempo es siempre mejor, y transmiten a sus hijos el mismo ritmo acelerado.
Piensa en un día en la típica familia norteamericana, a la que llamaremos, por ejemplo, familia Smith. Marie Smith, maestra, se levanta a las seis de la mañana, como cada día. En la hora siguiente viste a los niños (Gerry, de 11 años, y Jessica, de 3), prepara el desayuno, hace algunas faenas del hogar y ve unos minutos del telediario antes de llevar a Jessica a la guardería. Su marido, Brian, sale de casa a las 6.20 a.m. en dirección a su despacho en McDonnell Douglas, y deja a Gerry en clase de baloncesto de camino al trabajo. Marie recoge a Gerry a las 7.35_a.m. y van andando al colegio donde ella trabaja como maestra de preescolar y él estudia 5.º de primaria.
Después del trabajo, Marie recoge a Gerry a las cinco de la tarde, momento en que el niño ha terminado sus clases extraescolares, y pasa a por Jessica a la guardería. Hace la compra y, como muchas otras veces, dedica un tiempo a buscar material, como cartulinas tamaño póster o gominolas de colores, que Gerry necesita para hacer unos trabajos escolares. A las seis de la tarde interrumpe la preparación de la cena para llevar a Gerry a fútbol, a su grupo de catequesis o a clase de guitarra. Finalmente, la presión del día termina a eso de las 7.30 p.m., cuando Brian llega a casa con Gerry, después de un trayecto en coche de al menos una hora. Así pueden cenar todos juntos.
Por desgracia, una agenda así de apretada parece ser la norma más que la excepción. A lo largo de las últimas generaciones se ha consolidado una transformación fundamental de la vida familiar: el ascenso de la familia en la que los dos progenitores trabajan fuera de casa. En 1975, el 34 por ciento de las madres con hijos de menos de 6 años estaba integrado en el ámbito laboral. En 1999 ese porcentaje casi se había duplicado: el 61 por ciento de las madres había accedido al mercado laboral. Gran parte de estas mamás trabajadoras eran madres de niños pequeños. Y, por supuesto, todos sabemos que la mayor parte de los papás llevaban más de un siglo trabajando fuera de casa. Pero en la actualidad la sociedad exige no sólo que trabajen ambos padres, sino que dediquen a ello cada vez más horas del día.
De hecho, el norteamericano de hoy trabaja más que casi cualquier otro habitante del planeta, incluidos los japoneses. Según un estudio de 1997 realizado por la Organización Internacional del Trabajo, los padres trabajaban una media de 51 horas semanales, mientras las madres trabajaban 41 horas semanales.
No es de extrañar que una encuesta hecha a padres y madres desvelase que el 25 por ciento de los encuestados declarase que no les quedaba nada de tiempo para su familia debido a las exigencias de sus respectivos puestos de trabajo. Sin embargo, lo cierto es que los estudios realizados acerca del uso que hacemos de nuestro tiempo revelan que la cantidad de horas que las madres dedican a cada niño apenas ha variado en los últimos 50 años. Lo que sí ha cambiado ha sido lo que los padres hacen junto a sus hijos durante ese tiempo. Cada vez más, los padres dedican esos ratos a trasladar a los niños de una «enriquecedora» actividad programada a otra. A menudo están metidos en el coche, camino de la siguiente actividad, o haciendo el papel de «mamis y papis del equipo de fútbol», animando a sus retoños y dándoles consejos desde las gradas.
Esta situación dio paso a la idea del «tiempo de calidad», un término que se originó en los años setenta. Padres y madres asimilaron el concepto rápidamente, en vista de la escasez de «tiempo en cantidad». Mamás y papás han maximizado el tiempo de calidad que pasan con sus hijos mediante la creación de un «chaval programado», es decir, aquel para el cual hasta el último minuto de su tiempo está, al parecer, programado de manera productiva.
Por desgracia, no lo pasamos bien criando a nuestros hijos, cosa que debería ser una de las satisfacciones más grandes de la vida. Y, como veremos en seguida, este ambiente vampirizado de actividades y aprendizaje forzados tampoco es bueno para nuestros hijos. En un artículo reciente publicado por Newsweek, una madre de cuatro hijos aseguraba que pasa tanto tiempo llevando a sus hijos en coche a sus respectivas actividades que prácticamente está criando a su benjamín, de 1 año de edad, en el monovolumen. «Cuando no está en el coche familiar, es como si estuviese desorientado», explicaba esta mujer.
Al parecer, las familias están tan ocupadas dando estímulos a su prole que cada vez tienen menos tiempo para, sencillamente, disfrutar juntos. Tal vez no nos sorprenda saber que los habitantes de Ridgewood, una población de Nueva Jersey, se sintieron impulsados a instaurar, determinada noche de invierno, la «Noche de la Familia». Con el apoyo de los colegios, esa noche se cancelaron todas las actividades deportivas, todas las tareas escolares, todas las clases particulares e incluso las clases de catequesis, de modo que padres e hijos pudiesen, simplemente, pasar la tarde juntos en casa.
DE CÓMO COMENZÓ LA CARRERA HACIA LA EXCELENCIA
Para entender cómo comenzó la carrera para crear niños más listos a una edad más temprana, nos ayudará echar un vistazo a las diferentes actitudes que ha habido a lo largo de la historia en relación con la educación infantil. Hasta principios del siglo XIX no hubo realmente un reconocimiento de la infancia como etapa diferenciada antes de la edad adulta. De hecho, las obras de arte de ese período muestran a los niños vestidos como adultos en miniatura. Los escritos del filósofo francés Jean-Jacques Rousseau alteraron de manera indeleble nuestra manera de entender la infancia. En su clásica obra Émile, Rousseau escribió: «La infancia tiene su propia manera de ver, pensar y sentir, y no hay nada más estúpido que intentar sustituirla por la nuestra». Este punto de vista, unido al éxodo del campo a la industria, desembocó en el advenimiento de la educación a las masas, cuyo objetivo era preparar a la juventud para el mundo laboral.
Con el nacimiento de la psicología infantil a finales del siglo XIX, empezó a arraigar la idea de que se podía estudiar y mejorar a los niños. En los años cuarenta del siglo XX apareció todo un conjunto de publicaciones científicas dedicadas a estudiar a los niños. En su célebre obra Baby and Child Care, publicada en 1946, el doctor Benjamin Spock se valió de su ojo clínico y del sentido común para ofrecer a los padres un croquis que les guiase en la educación de sus hijos. Nacía así la industria del asesoramiento.
Tras la Segunda Guerra Mundial, cuando Rosie La Remachadora dejó su puesto en la fábrica para volver a su sitio junto al hogar, las mujeres tuvieron que considerar la maternidad como un trabajo valioso que requería de conocimientos específicos y formación. Los padres empezaron a confiar en expertos en desarrollo infantil, que les daban información sobre cómo educar a sus hijos. Hasta el punto de que en la conferencia de la Casa Blanca sobre Infancia, celebrada en 1950, los expertos manifestaron su preocupación por que los padres habían llegado a depender excesivamente del asesoramiento profesional. A principios de la década de los setenta, a medida que aumentaba el número de familias en las que ambos padres trabajaban fuera de casa, y al tiempo que se producía la explosión de información sobre desarrollo infantil, los padres querían asegurarse de que cada minuto que pasaban con sus hijos estuviese cargado de valor. Ante la sensación de que el tiempo dedicado a la familia era cada vez más limitado, los padres acudieron a los expertos en desarrollo infantil para saber cómo preparar mejor a sus hijos para la vida.
Las dudas iniciales acerca de los efectos de acelerar el desarrollo infantil (como dice el dicho: «El que pronto madura, pronto se echa a perder») dieron paso a un respaldo absoluto a dicha práctica. Libros como Bring Out the Genius in Your Child («Haga salir al genio que su hijo lleva dentro»), de Ken Adams, o 365 Ways to a Smarter Preschooler («365 formas de crear un niño más listo en edad preescolar»), de Marilee Robin Burton, Susan G. MacDonald y Susan Miller, entraron a formar parte del entorno familiar, al alcance de cualquier padre en la librería del barrio. Había empezado a darse una importancia desorbitada a la potenciación del desarrollo intelectual de los hijos. Estábamos siendo testigos de un irónico retorno al pasado, pues, en efecto, se estaba arrebatando la infancia a los niños para pasar a tratarlos como adultos en miniatura.
Desde el mundo académico y desde otras instancias se ha dado la voz de alarma sobre lo que semejante cambio implica en el sentido de amenaza para la infancia. Muchos escritores se pusieron manos a la obra, como David Elkind, catedrático de desarrollo infantil en la Universidad de Tufts y autor del ya clásico The Hurried Child, publicado en 1980. Más recientemente, la catedrática Laura Berk, de la Universidad del Estado de Illinois, contribuía a la literatura existente sobre la materia con su sorprendente libro Awakening Children’s Minds («Despertar la mente de los niños»), y el escritor Ralph Schoenstein nos brindaba divertidas anécdotas en My Kid’s an Honor Student, Your Kid’s a Loser («Mi niño saca matrículas, el tuyo es un fracasado»). ¿Pero qué puede hacer un padre o un maestro ante estas señales de aviso? ¿Cómo podemos modificar el comportamiento que tanto preocupa a los expertos? Darse cuenta de cómo están las cosas es sólo la mitad de la solución. En el congreso anual de la Conferencia Internacional de Estudios sobre la Infancia, celebrado en el verano de 2000, muchos de los asistentes pidieron a los psicólogos del desarrollo, en conjunto, que se ocupasen de dar una respuesta a la creciente crisis. Se estaba haciendo una mala interpretación y un mal uso de la gran cantidad de información procedente de las investigaciones dedicadas a demostrar las diferentes capacidades de los niños y a descubrir nuevas habilidades en los niños en edad preescolar. En concreto, los trabajos de investigación que se proponían desvelar el funcionamiento interno de la mente humana con el fin de ampliar los conocimientos científicos en la materia estaban siendo utilizados como argumento publicitario de ciertas líneas de productos que prometían transformar a Baby en Super Baby.
EL CULTO AL LOGRO Y LA PÉRDIDA DE LA INFANCIA
Los padres que no están dispuestos a que sus hijos participen en todas esas oportunidades y actividades aceleradas suelen sentir cierta angustia en el nuevo ambiente que se respira en torno a la educación infantil. Ante la creciente competitividad que aqueja a la función misma del progenitor como educador, muchas madres y padres temen que sus hijos queden rezagados si no sacan provecho de absolutamente todas las oportunidades disponibles.
Una conocida nuestra se mudará en breve a una zona residencial de Tucson, Arizona, donde dirigirá un centro de preescolar. La escuela donde trabaja actualmente tiene un «programa emergente de estudios», es decir, que las asignaturas emergen de los intereses de los niños y son más prácticas que académicas. «Cuando llevo a los padres de visita por el centro, les explico que no hacemos fichas de trabajo ni ejercicios directos de destrezas. Entonces me preguntan si sus hijos saldrán preparados para el colegio, y les digo que sí, puesto que habrán disfrutado de la oportunidad de desarrollar su curiosidad y explorar. Ellos dicen que muy bien, pero la mitad de las veces vuelven después y me preguntan: “¿Por qué no utilizan ordenadores? ¿Por qué nuestros hijos no saben leer ya?”. Como educadora, sé que los bloques de juguete son en verdad los ladrillos con que se construye la capacidad de leer, dominar las matemáticas y otras áreas del aprendizaje. Sin embargo, los padres vienen a verme y me dicen: “Es que se dedican a jugar. ¡Y yo quiero que mi niño trabaje!”.»
A pesar de su firme convencimiento, nuestra amiga empieza a sentirse presionada incluso en la manera en que debería educar a sus propios hijos. «Allá donde vaya, me encuentro con padres que realmente actúan como un mazazo y que ejercen una presión brutal en sus hijos –nos cuenta–. Sé que está bien ser permisiva, pero si veo que el resto de padres y madres apunta a sus hijos a clases de violín con sólo 4 años, ¿cómo no voy a dudar de las decisiones que hemos tomado mi marido y yo?»
Otra conocida nuestra, madre de un niño de 9 años y de una niña de 7, se mudó hace poco a una urbanización nueva de San Diego, de familias pudientes, y nos describió así el grado de competitividad que veía a su alrededor: «Más de la mitad de los niños de entre 5 y 12 años tienen profesores particulares, pero no para ayudarles a aprobar el nivel mínimo, sino para asegurarse de que vayan adelantados».
Aprovechando la angustia de los padres, ciertas empresas dedicadas a la preparación de exámenes (como Kaplan and Princeton Review, que en un principio ofrecía cursos para ayudar a los estudiantes de instituto a preparar las pruebas de acceso a la universidad, como son el SAT y el ACT) están hoy ampliando sus ofertas educativas para abarcar incluso las necesidades de los niños apuntados a los jardines de infancia. El material que ofrecen está pensado para mejorar las notas de los escolares en los exámenes anuales que se utilizan en colegios públicos en aplicación de la No Child Left Behind Act (Ley «ningún niño rezagado»), impulsada por el presidente George W. Bush.
Es más: como profesionales del desarrollo infantil, nosotras (las autoras de este libro) recibimos constantemente llamadas de padres que desean someter a sus hijos al examen del coeficiente intelectual, pero no porque sospechen que algo va mal, sino porque quieren certificar las capacidades de sus hijos. En la ancestral carrera por «no quedarse atrás en comparación con el vecino de enfrente», el tema de la inteligencia infantil se ha convertido en un mero factor más, a añadir a la adquisición de un coche mejor y a la compra de los electrodomésticos más avanzados.
Si, por un lado, se está arrebatando a los padres la satisfacción emocional de explorar junto a sus pequeños el despreocupado mundo de la infancia, los niños, por su parte, también están pagando un precio. Hemos entrado en el universo de la educación a la defensiva, que no es sino la desafortunada consecuencia de la tremenda presión que sufren los padres de hoy. Queremos que nuestros hijos e hijas sean tan excelsos desde el punto de vista del desarrollo intelectual que ni una sola universidad se atreva a denegarles el acceso, que se les dé todo tan bien que ni un solo empresario pueda permitirse el lujo de dejarlos escapar.
¿Y dónde ha quedado el juego? ¡Relegado a la categoría de palabra de cinco letras! En 1981 el típico niño en edad escolar disponía de casi el 40 por ciento de su tiempo para jugar. En 1997 el tiempo reservado al juego había disminuido a un 25 por ciento. Es más: el 40 por ciento de los distritos escolares de Estados Unidos ha llegado a eliminar el rato del recreo.
Junto a las presiones que supone verse inmersos en una agenda diaria repleta de actividades, los niños están además padeciendo una forma nueva de «inflación de curso», es decir, lo que tradicionalmente se enseñaba en determinado curso debe aprenderse ahora en el curso anterior. Por ejemplo, solía empezarse con la lectura en 1.º. Sin embargo, ahora, y cada vez más, se enseña a leer en jardín de infancia y en preescolar. Y muchos distritos escolares se están planteando la posibilidad de considerar la lectura como un requisito para poder entrar en jardín de infancia (a pesar de que la mayoría de los expertos infantiles están de acuerdo con que en preescolar y jardín de infancia es mejor dedicar el tiempo a juegos prácticos y al desarrollo de las relaciones sociales).
No es de extrañar, por tanto, que nuestros hijos sufran demasiadas depresiones y ansiedad. La American Academy of Child and Adolescent Psychiatry afirma que «el número de niños y adolescentes “significativamente” deprimidos en Estados Unidos es de 3,4 millones, o sea, un 5 por ciento del conjunto de la juventud». Y en algunos casos esta depresión puede resultar mortal. Entre 1980 y 1997 el número de jóvenes de entre 10 y 14 años que se suicidaron aumentó en un 109 por ciento, un aumento asombroso.
Además, desde los años cincuenta se han incrementado de manera significativa los niveles de ansiedad infantil. Hay niños de tan sólo 9 años que ya sufren ataques de ansiedad. Algunos estudios muestran un crecimiento en la cantidad de pruebas de ansiedad realizadas a niños y niñas, tal vez debido al aumento de exámenes en las escuelas y a las elevadas expectativas académicas de los padres. Por supuesto, esta ansiedad interfiere en su rendimiento escolar y en su aprendizaje. También se asocia la ansiedad con el cada vez menos frecuente contacto social con los padres. En efecto, los niños ganan en seguridad si pasan tiempo con su familia. Asimismo, se asocia la ansiedad con el aumento de amenazas del entorno, tales como la criminalidad, el divorcio y la violencia. [...]