Una niña de cuatro años está jugando con un coche de juguete. Se lo acaban de regalar. Viene su hermana pequeña, que aún no tiene dos años y se lo quiere coger. Hay un pequeño tira y afloja, las dos gritan. De pronto, la pequeña muerde a la grande, que grita. Acto seguido, ésta le da una bofetada a la pequeña, que también comienza a gritar. En ese momento, la madre, que medio ha seguido el conflicto mientras hacía otra cosa, está harta, llega y dice enfadada “¿qué ha pasado?”. Después de escuchar las dos partes, la madre dicta sentencia. Puede ser que dirigiéndose a la mayor, le diga: “ya está bien, hay compartir. Y tú que eres mayor lo tendrías que saber” (esto puede parecernos muy cierto). Y le quitará el objeto a la mayor y se lo dará a la pequeña. O bien, dirigiéndose a la pequeña, que quizás se había salido con la suya: “Ya está bien, esto es de ella, las cosas no se quitan” (y esto no nos parecerá menos verdad), y le quitará el coche para restituirlo a su legítima propietaria. La hermana “ganadora” se sentirá contenta de haber vencido la disputa, confirmando así que su único interés valía la pena, y al mismo tiempo, la “perdedora” apuntará en su lista negra personal apuntará un palo más en el nombre de su hermana. Años más tarde, probablemente en medio de un nuevo conflicto irresoluble, es posible que una de las hermanas- la mayor, claro, la pequeña no recordará por qué siente aquello por su hermana…- aún le echará en cara “porque tú una vez me querías quitar el coche que me acababan de regalar”.
El conflicto forma parte de nuestra vida. Ahora vivimos en sociedades muy reguladas, y por tanto vivimos muchos menos conflictos que hace unos siglos, pero olvidamos que antes de llegar a establecer un sistema en el que nos tengamos que ir dando empujones por las calles, ni defendiendo nuestra casa, en el que no haya esclavos o que no se violen las personas en cada esquina, han pasado muchas cosas, ha habido muchas guerras y revueltas y también muchas negociaciones. Y aún así, los conflictos siguen apareciendo, porque las personas a menudo sentimos necesidades que no sólo no coinciden con las de nuestros vecinos, sin que muy a menudo están enfrentadas. ¿O es que nadie no ha discutido nunca con las personas adultas con las que comparte el piso, el trabajo o la vida?
Lo que pasa es que el conflicto está muy mal visto, y parece que una relación no pueda ser satisfactoria si hay conflictos. De forma que hay muchas personas que evitan el conflicto, y otras que evitan directamente la relación con las personas con las que han tenido alguna vez un conflicto. Así pues, aprender a aceptar desde pequeños que los conflictos son inevitables es uno de los aprendizajes más útiles. Encontrar la forma de resolverlos será otra cosa, que no es fácil, pero que los adultos, a menudo, hacemos aún más difícil con nuestra intervención.
Por ejemplo, y volviendo a la situación del comienzo, ¿cuál de las dos “verdades” es la más adecuada? No podemos partir de la idea de que alguien está haciendo algo mal, aunque nosotros fácilmente nos identificamos con el más débil, que no necesariamente es el más pequeño. ¿Os habéis fijado que a menudo tendemos a favorecerlo, quitando el objeto al que ha “ganado” y dándolo al otro?. Por cierto, que si las cosas “no se quitan”, ¿con qué derecho le quitamos nosotros el juguete? Es como cuando nos explican un conflicto en el colegio, y les decimos “vuélvete”. ¿No habíamos quedado en que eso está mal hecho? Esto nos pasa probablemente por el recuerdo de las injusticias sufridas por nosotros mismos de pequeños, pero quizás olvidamos que nuestros padres también estaban allí para “resolvernos” nuestros propios conflictos, y eso no nos ahorró tampoco aquellos sentimientos: de hecho, quizás, su intervención, bienintencionada, es lo que nos los generó. En todo caso, si somos conscientes de que la situación nos está produciendo un malestar a nosotros mismos, quizás habrá que decirlo: “a mí esto también me está haciendo sentir rabia”. ¡Y asumir que hemos entrado en el conflicto!
La justicia es relativa
Seguramente nuestra forma de intervenir tiene mucha relación con nuestra idea sobre la justicia, el conflicto en sí y su resolución. Está muy extendida la tradición “civilizada” de recurrir a un árbitro externo, algo que en lugares como los EEUU da lugar a miles de litigios judiciales que no hacen nada más que animar el fuego en una sociedad altamente conflictiva. Y olvidamos que antes hay muchas otras cosas que se pueden hacer. Lo que aún es más lógico es que el “juez” intervenga “de oficio” en un conflicto doméstico, como la discusión por un juguete. Eso es precisamente lo que hace la madre del caso que nos ocupa. Entonces, ¿tendría que haber dejado que se mataran por el coche de plástico? Claro que no, eso no, lo tendría que haber evitado separando los contendientes. Cuando se están haciendo demasiado daño o realmente se está abusando excesivamente del más débil, es lógico que intervengamos. Pero eso no es actuar como un juez, sino como un vecino solidario, que es otra cosa. Y en definitiva, como padres. No hacerlo en esos casos provocaría mucha inseguridad, evidentemente. Si se llega a una situación extrema, se tendrá que actuar, pero no para impartir “justicia”, sino para evitar males mayores.
La justicia es algo que ni los adultos tienen demasiado claro qué es, pero en todo caso está claro que a los cinco y a los dos años la concepción de lo que es es muy diferente de la que tiene su madre. Injusto es no conseguir nada de lo que quiero, justo es conseguirlo. Y de hecho, a nosotros nos pasa algo parecido con nuestras cosas: justo es cuando yo puedo aparcar donde quiero, injusto es que la grúa se me lleve el coche. Solo que, como dice Carlos Gonzáles, es más fácil ser “justos” con las cosas de los demás… ¿o es que nosotros aplicamos con todas nuestras posesiones eso de que “hay que compartir”? Como siempre, lo que hacemos los adultos es negociar unas normas, y aún así, a menudo hemos de negociar ante conflictos… o incluso acabamos peleándonos, igual que los niños y las niñas (o peor). El reto sería encontrar una solución “justa” para los dos; o lo que es mejor, donde los dos sientan que ganan. En eso les podemos ayudar, pero han de encontrarla ellos.
Curiosamente, cuando a los nueve o diez años jueguen con los compañeros en el patio de la escuela, ningún adulto (en general) no tendrá que imponer las normas. La mayor parte de los niños y niñas de esta edad ha entendido que es más fácil entenderse y jugar si se deciden las normas y se respetan, y por eso pueden jugar a tantos juegos reglados. Pero a diferencia de lo que creen muchos adultos, no es fruto de la intervención insistente del adulto, sino del propio desarrollo y autorregulación de los niños y las niñas con sus iguales. Por eso, como han estudiado Piaget y Vigotski para todos los aprendizajes, lo que mejor facilita el desarrollo (en este caso la capacidad de negociar en los conflictos) , es precisamente experimentar las situaciones y ser libres de ensayar diferentes posibles soluciones.
Observar, esperar, atender
Entonces ¿qué intervención será la más adecuada? Como siempre, lo primero que habría que hacer es observar a los niños y niñas en la situación del conflicto. Es posible que de esta forma podamos detectar si la cosa es tan grave como parece. Los niños y las niñas se expresan fácilmente con gritos, empujones e incluso algún golpe, lo que quieren o sienten, pero después muchos de los pequeños conflictos de los niños evolucionan hacia una solución amistosa, incluso aunque al adulto no le parezca justa. Recuerdo la primera vez que visité “La Caseta”, un centro educativo infantil donde el principio básico es la autorregulación. Vi un grupo de niños y niñas y uno estaba utilizando un juguete mientras los demás le miraban. En un momento dado, otro que le estaba pidiendo el juguete optó por ser más expeditivo, y le dio un pequeño golpe con la mano en la cabeza. La educadora no intervino, observando y esperando a ver qué pasaba. Lo que pasó es que el niño “agredido” miró al otro por primera vez, le dijo “ay, me has hecho daño!” y continuaron jugando todos exactamente tal y como estaban haciéndolo, hasta que al cabo de unos minutos el usuario del objeto decidió dejárselo al que se lo estaba pidiendo. Los niños y las niñas tienen muchos conflictos a lo largo del día, de los que a menudo ni nos enteramos porque los aprenden a resolver ellos mismos. Hay hermanas que han aprendido, en algunas situaciones a hacer pequeños intercambios de dudosa ecuanimidad (¿una pinza por una muñeca?), pero que para ellas son satisfactorios. Pero si nosotros intervenimos, es muy posible que empeoremos la situación. Imaginad qué pasaría si en el ejemplo del centro educativo, la educadora hubiese intervenido diciendo “qué haces? Por qué le pegas? ¿no ves que no se puede pegar?”, o incluso le hubiera castigado. Seguramente el conflicto real – el uso del juguete- no habría siquiera salido a la luz. Y así, los deseos (los dos bien legítimos) de las dos criaturas, no se habrían podido negociar; sencillamente habría ganado uno. Pero además, si la educadora hubiese intervenido también en el conflicto en sí, por ejemplo diciéndole al del juguete “¡ya llevas mucho tiempo con el juguete! Déjaselo ahora mismo!”, no sólo el niño se habría quedado peor que dejándolo por propia iniciativa, sino que además los niños habrían acabado aprendiendo que nosotros resolvemos sus conflictos. Por eso, muchos niños y niñas, ante un problema, lo primero que hacen es buscar un adulto que les saque de él.
Todas las personas, de cualquier edad, nos encontramos diariamente con cosas que queremos o que queremos hacer que dependen de los demás. A veces las pedimos, a veces las cogemos o las hacemos si pedir permiso, a veces esto tiene consecuencias y a veces no; en unas familias o culturas es de una manera en otras de otra. La única forma de saber qué pasa es ir probando… esto a veces nos hace sentir mal. Entonces lo que necesitamos es más un abrazo que un sermón. Pero tener la oportunidad de encontrarse en estas situaciones desde bien pequeños facilita a los niños la capacidad de adaptase a los límites que de forma natural van marcando los demás. No les privemos de esa experiencia.
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Entre hermanos:
Los hermanos son las únicas personas con las que te toca convivir muchos años sin haberlos escogidos y sin obtener nada a cambio. Bien, no es del todo cierto. Se aprende mucho de ellos, pero los niños no son del todo conscientes, sobre todo cuando han de estar en una batalla constante por los juguetes, rotuladores o la play station. Si tener conflictos es un aprendizaje, tener hermanos en una escuela de la vida. Li mejor que podemos hacer cuando les veamos pelearse, es felicitarlos “¡Qué bien, cuánto estáis aprendiendo!”. Es broma, pero es cierto. Eso sí, si intervenir en los conflictos siempre puede ser problemático, hacerlo en los de los hermanos puede llegar a ser fatídico. Se mezclan otras cosas más profundas, como el sentimiento de haber sido destronado, el de haber luchado por el pecho o la atención de los padres en general. Como hemos dicho otras veces, en estos casos vale más la pena intentar satisfacer las necesidades de cada uno de ellos que de intentar ser “ecuánime”. Con esto sólo estaríamos enseñando que todos necesitamos lo mismo, cuando esto no es siempre así.
Algunas frases útiles
Los conflictos de niños y niñas son conflictos de “otros”, no nuestros. Nadie nos obliga a poner solución. Pero sí es responsabilidad nuestra que nuestros hijos e hijas se sientan bien y que se desarrollen como personas. Entonces, la actuación que esperan de nosotros es ésta: que los comprendamos, que les echemos una mano y que les ayudemos a sentirse más seguros. En medio de un conflicto en el que los niños y niñas lo están pasando mal, podemos ir y describir la situación: “Veo que las dos queréis jugar con este coche…”. Y también intentar empatizar con sus sentimientos: “Claro, tú estabas jugando y ella te lo quieres quitar, y tú no quieres, verdad? Por este motivo estás enfadado…”, “tú también quieres jugar con esto porque es tuyo, no? Y ahora lo tiene ella…” . Otra cosa que se puede hacer es hacer que se den cuenta de los sentimientos del otro, sobre todo si le han hecho daño: “mira, está muy enfadada porque ella estaba jugando… no le ha gustado nada ese golpe, le ha hecho mucho daño y está triste…” Todo esto con los correspondientes abrazos – que quizás ayudan más que la frase en sí. Ante un conflicto así, a menudo no hay una “solución” buena: las dos tienen razón!. Sólo les podemos dar ideas: “Tenemos que buscar la manera de que las dos estéis contentas”, “Y si ahora que lo tiene ella, juega un rato más y después te lo deja?”. Otras veces podemos dar una opinión: “a mí me parece que no te costaría nada dejárselo”. Pero muchas veces estas ideas no serán aceptadas y tendremos que dejar que cada uno afronte sus decisiones, aunque tenga dos años.
lunes, 24 de diciembre de 2007
"Ha sido él" Los conflictos ayudan a vivir
Escrito por Miquel Àngel Alabart. Psicopedagog
Publicado en Viure en família y traducido a bote pronto por mí.