domingo, 7 de septiembre de 2008

¿Y ahora qué?


Cuando nuestros hijos comienzan a desplazarse, a muchas madres nos asaltan las dudas. ¿Debería permitirle que lo tocara todo?, ¿cómo abordar algunas situaciones que rodean el peligro?... Si escuchamos las voces que llegan desde el exterior, justo es ese momento en el que oímos “hay que ponerle límites”, “hay que decirle que no” y demás frases vagas y carentes de sentido por sí mismas. Si a quien miramos es a nuestro hijo vemos a alguien a quien se le ha despertado un gran interés por la vida, que ansía conocerlo todo, necesita experimentar, moverse. Así que a muchas madres nos toca pasar por un momento de reflexión, de reubicarnos, de adaptarnos a una nueva fase de las muchas que vamos a pasar con nuestros hijos.

Mi postura ante este tema ha sido la de seguir a mi hija, que a la edad de 10 meses se convirtió en una gran exploradora con ganas de satisfacer su curiosidad por conocer absolutamente todo lo que la rodeaba. Aunque hoy no me voy a adentrar en el tema límites, tenía claro que esos límites de los que me hablaban desde fuera (es decir, desde el gabinete de psicología de la guardería) pasaban únicamente por su seguridad. Y era yo la responsable total de proporcionar una estructura segura donde ella pudiese satisfacer su gran curiosidad.

También tenía muy en cuenta que la capacidad para razonar aún no se había despertado en su cerebro y durante muchos meses más seguiría actuando por impulsos. Con esto quiero decir que no esperaba que con decirle una vez que por su seguridad no podía hacer algo fuera a entenderme para siempre. Cada situación, aunque para mí fuese repetida, para ella era vivida como la primera vez, así que yo tenía que resetear mi mente para poder estar a su nivel y que no me abandonara la paciencia. Esto fue sencillo, gracias a mi poca memoria.

Mi planteamiento general ante sus excursiones era ¿Es peligroso? Si lo era de forma inminente no había más tiempo de explicaciones (explicaciones muy básicas, que ellos también se pierden si les contamos películas). Ahí sí utilizaba un “no” de alarma, un “para!”… Si veía que el peligro no era inminente pero si seguía, la situación podía complicarse para ella, sí le explicaba “L, esto (breve descripción de lo que hacía en una o dos palabras) es peligroso”.

Si no era peligroso para ella o para los demás, pensaba “en qué me molesta que haga lo que hace”, “¿y por qué no puede hacerlo?” y en base a la respuesta, de forma sincera conmigo actuaba dejando que siguiera o redirigía su actuación hacía algo en lo que yo también me sintiera cómoda. Cuando le decía la palabra No (en sus múltiples facetas, no me refiero sólo a esa palabra, luego me extiendo sobre eso), era porque tenía muy claro que era que no. Es decir, me planteaba si era peligroso, si no lo era me planteaba por qué no quería que hiciera algo, si encontraba razones de peso dentro de mi esquema mental ( y para decidir eso también me planteaba la importancia que para ella tenía realizar esa acción), decidía, de forma muy rápida. Esta rapidez podía dar lugar a “errores de cálculo” y siempre lo he tenido en cuenta y he aceptado esos errores, pero sobre todo me aportaba seguridad a la hora de actuar a partir de mi decisión.

En esta etapa me fueron de gran ayuda los textos del doctor Sears. Yo veía que me faltaba “lenguaje” para comunicarme de forma positiva con mi hija y a través de ellos conseguí seguridad para hacerme con formas de comunicarme con mi hija. Esas formas que adopté salían de dentro de mí en realidad. Las tenía adormecidas en algún lugar y gracias a las pequeñas (o grandes) orientaciones del padre de la crianza con apego conseguí que salieran. Y con ello sentamos las bases de nuestra comunicación.

Según él, la palabra No es una palabra con mucha fuerza, que sale fácilmente de nuestra boca y que por esto mismo, por el abuso que podemos hacer de ella, puede llegar a perder su significado y quedar carente de sentido. De hecho, yo misma he comprobado esa máxima de que lo mejor es decirles qué quieres que hagan y no que no quieres que no hagan. Dicho así queda enrevesado, y de hecho supone más esfuerzo para la mente adulta, ya que en pocos segundos tiene que dar la vuelta a la situación y transformar un “no salgas a la terraza” por un “quédate dentro”, o un “no golpees al gato” por un “caricias”, o un “no toques el cuchillo” por un “mira qué cuchara tienes ahí delante para tocar” (y en este caso mi pensamiento era un “tengo que recordar no dejar cuchillos a su alcance”) o un “no toques” por un “vamos a mirar esta figura tan frágil”… y así hasta el infinito. Pero pronto me di cuenta de que su capacidad para entender lo que le estaba diciendo era impresionante. Y aunque nunca olvidaba lo que he comentado antes, que actúan por impulsos, pronto noté que al gato lo acariciaba de forma suave siempre, por ejemplo. Es famoso su texto 18 maneras de decir No de forma positiva, pero no creo que sirva para aplicar de forma metódica (cuál método), sino que insisto en que hay que reflexionar y sacar aquello que nos suene sincero, que cuadre con nuestro esquema como padres.

En general me encontré que ante esas situaciones que no podía dejar pasar ella me escuchaba y rápidamente encontraba algo más seguro que explorar. En las pocas situaciones en las que eso no era así y realmente no podía hacer lo que quería, ahí estaba yo para abrazarla, reconocer y verbalizar esos sentimientos de rabia, frustración, enfado… Y aquí también resulta sorprendentemente lo rápido que se sentía aliviada y dispuesta a volver a sus “tareas”.

Resumiendo, seguir a nuestros hijos en su despertar a la vida no es fácil. Nos topamos con mucho equipaje en forma de estereotipos, de conductas aprendidas, de frases automáticas. Hay que mirarse dentro y ver hacia dónde queremos ir y cómo.

También es importante el ver las etapas evolutivas en las que se encuentra, porque a veces pedimos cosas para las que no están preparados (razonar, obediencia, que asuman las normas de convivencia al uso y las usen siempre...). Y por supuesto, mirarle a él, como persona individual. Cada uno es diferente, con su carácter diferente y por lo tanto no responde igual ante situaciones iguales. Y otra cosa, que cuando no hacen las cosas como queremos no nos están desafiando, ni hay que tomárselo como algo "personal", sino como algo natural. Esto parece de perogrullo, pero cuanta más naturalidad (sincera) se le de al tono de voz, sale menos agresividad, más confianza y ante eso ellos (y todo el mundo), se fían de nosotros y nos hacen más “caso”.

Pero creo que realmente lo que esta etapa requiere por encima de todo es que una parte nuestra vuelva a la infancia, que redescubramos el mundo a través de sus ojos, que les sigamos. Eso nos aporta una dosis de humor, de buen rollo y esa sensación de estar metidos en un gran juego. Porque en realidad, para ellos todo es un juego y actuando en ese gran juego, siendo participantes activos, les podemos transmitir muchísimas cosas. Y además, disfrutaremos.


Imagen de Patricia Metola. Aunque la ilustación es antigua, estoy muy contenta porque ha vuelto a actualizar su magnífico blog